Autora: Katie Kilroy-Marac*
Este texto se extrae de la serie La psiquiatría más allá de Fanon. Los artículos exploran la historia y la política de la psicología en África. Ha sido editada por Matt Heaton, historiador de la Universidad Técnica de Virginia, con aportaciones de Heaton y Victor Makanjuola (psiquiatra del Hospital Universitario de Ibadán), Katie Kilroy- Marac (Departamento de antropología de la Universidad de Toronto), Ursula Read (Departamento de Antropología del King’s College de la Universidad de Londres), Ana Vinea (Departamento de Antropología y Estudios Asiáticos de la UNC Chapel Hill), Shose Kessi (Departamento de Psicología de la Universidad de Ciudad del Cabo) y Sloan Mahone (Departamento de Historia de la Universidad de Oxford).
Entre 1897 y 1914, el gobierno colonial francés trasladó a más de 140 enfermos mentales de África Occidental desde Senegal a Marsella, donde fueron institucionalizados en un gran asilo público llamado l’Asile de St-Pierre. Aunque fue justificado bajo términos humanitarios, este experimento colonial fue un fracaso abismal en todos los sentidos: un acto de violencia colonial enmarcado como cuidado, y escenificado dentro de la propia Metrópolis. Pocos de los pacientes de África Occidental enviados a Marsella fueron repatriados, y la mayoría murieron a los dos años de su llegada al manicomio.
La psiquiatría colonial en África Occidental había surgido ante todo con el imperativo de mantener el orden colonial, uniendo medicina, vigilancia y encarcelamiento de forma poderosa y duradera. Las cuestiones de la diferencia racial y la (im)posibilidad de la asimilación fueron siempre centrales en este proyecto. Según muchos psiquiatras coloniales de la época, la locura en África había sido poco frecuente en la época precolonial, pero se estaba haciendo más común precisamente por la incapacidad de los africanos de adaptarse a las condiciones de la modernidad colonial. La posibilidad de que la opresión y el despojo coloniales pudieran ser en sí mismos la causa de los trastornos mentales no se consideró seriamente hasta mucho después. Sin embargo, la responsabilidad recayó enteramente sobre aquellos que no podían (o no querían) asimilarse.
Con el traslado de los enfermos mentales de África Occidental al manicomio de Marsella, la psiquiatría colonial volvió a casa, por así decirlo, produciendo un tipo particular de encuentro en el que los cuerpos africanos -y la locura africana en concreto- se convirtieron en objeto de escrutinio médico-científico y de cuidadosa observación de cerca, dentro de la propia Metrópolis. Los pacientes de África Occidental confinados en St-Pierre eran examinados en busca de signos de asimilación, descritos en términos de alteridad. Los pacientes o les aliénés (los alienados), como se les llamaba en aquella época, eran imaginados como «alienados» en el doble sentido de la palabra francesa que más tarde señaló Frantz Fanon: como extraños a sí mismos en su locura y como claramente extranjeros. En una tesis médica de 1908 escrita por un médico llamado Paul Borreil que se basaba en sus dos años de trabajo como interino en el manicomio de Marsella, los pacientes de África Occidental de St-Pierre son descritos como dignos de lástima, pero también indescifrables, inasimilables y peligrosos: a estos pacientes, escribe Borreil, no se les puede permitir participar en los eventos organizados para los pacientes debido a su «comportamiento desordenado, su tendencia a huir, su insociabilidad» y, de todos modos, no «sienten placer con lo que entretiene a los demás pacientes». Requieren vigilancia constante y guardias adicionales, y su comportamiento imprevisible (a veces violento) hace que a menudo haya que separarlos de los pacientes blancos y entre ellos. Además, señala Borreil, el elevado número de muertes relacionadas con la tuberculosis en el asilo está directamente relacionado con la presencia de estos pacientes, que son una «fuente de infección» y contaminan a los demás pacientes (léase: blancos). «Esparcen sus esputos (saliva) por todas partes, y cuando estos se secan acaban mezclados con el polvo», escribe Borreil. Además, subraya, los pacientes de África Occidental se niegan a dormir en camas, y en su lugar «se envuelven en una manta y duermen en el suelo, donde les espera una infección segura e inevitable». El mensaje de Borreil es claro: el fracaso o la incapacidad de los pacientes de África Occidental para cumplir con las exigencias de los médicos e integrarse en las actividades cotidianas del asilo no sólo es una confirmación de su locura, sino que también refuerza la diferencia racial como alteridad radical, lo que supone una amenaza para la propia institución.
Me encontraba en Marsella en la primavera de 2020, realizando una investigación de archivo relacionada con esta historia y buscando rastros de los hombres y mujeres sometidos a esta cruel intervención, cuando el Covid-19 estalló. Desde el comienzo de la pandemia, observé cómo la misma gama de tropos racistas que animaban los escritos de los psiquiatras coloniales alrededor de 1900 —desde especulaciones sobre la inmunidad de los negros, hasta ideas sobre una mayor vulnerabilidad debido a comorbilidades, opciones de estilo de vida, o un rechazo a cumplir/asimilar, hasta los temores de que las comunidades negras pudieran, de hecho, alimentar su propagación—comenzaron a circular en los medios de comunicación y foros en línea en Francia y más allá. En julio, los resultados de un estudio del INSEE (Instituto Nacional de Estadística y Estudios Económicos) mostraban un exceso de mortalidad del 144% en Francia por parte de los ciudadanos o residentes nacidos en el África subsahariana, una tasa notablemente superior a la de los ciudadanos nacidos en Francia (aquí y en muchos estudios epidemiológicos, el enfoque «daltónico» de las políticas públicas del gobierno francés y su negativa a permitir la recogida de datos relacionados con la raza o la etnia hace que los investigadores se apoyen en los datos del «país de origen» para realizar investigaciones comparativas). Aunque para entonces se aceptaba de forma generalizada que estas mayores tasas de mortalidad estaban relacionadas con la sobrerrepresentación de personas de origen africano entre los trabajadores de primera línea, muchos comentarios seguían formulándose en torno al tipo de comportamiento y al incumplimiento de las normas como el centro del problema: «Dé un paseo… por Château-Rouge y Château d’Eau, cerca de la Gare du Nord y la Gare de l’Est, y verá los barrios africanos de París: nadie lleva mascarilla y la gente permanece apiñada. Ese es el primer… riesgo de contagio».
Todavía seguía en Marsella cuando, tras el brutal asesinato de George Floyd en Minneapolis (Estados Unidos), miles de personas salieron a la calle en ciudades de toda Francia en muestras de solidaridad con el movimiento Black Lives Matter y para exigir justicia para Adama Traoré, un joven negro que murió mientras estaba bajo custodia policial en julio de 2016, y mayor responsabilidad de la propia policía. Desde esas protestas, cabe señalar, ha ocurrido todo lo contrario: en noviembre de 2020 se aprobó en la Asamblea Nacional francesa por la vía rápida un proyecto de ley de «seguridad global» que pretendía tanto aumentar las capacidades de vigilancia de la policía como ampliar la protección de la policía. El artículo 24 del polémico proyecto de ley imponía una pena de hasta un año de prisión y 45.000 euros por difundir imágenes de agentes o soldados que participen en operaciones policiales, una medida que los sectores más críticos temen, puesto que podría permitir a la policía actuar con mayor impunidad. Sin embargo, el proyecto de ley suscitó una indignación pública tan masiva y protestas a gran escala, que los diputados del partido gobernante lo retiraron a principios de diciembre con la promesa de reescribir que el artículo 24.
Un brillante artículo reciente de AIAC, escrito por Florian Bobin y titulado Law and Disorder, establece una conexión directa entre las formas de vigilancia, policía y encarcelamiento que se establecieron y perfeccionaron en las colonias francesas y la crisis actual de la policía en Francia, donde los jóvenes percibidos como negros o árabes tienen 20 veces más probabilidades de ser detenidos para un control policial de identidad que los jóvenes blancos, y donde la práctica de los perfiles raciales ha generado numerosos casos de acoso y brutalidad policial. Del mismo modo, la medicina y la psiquiatría coloniales sentaron las bases para que las mentes «nativas» y los cuerpos racializados -los cuerpos negros, en particular- sean imaginados y patologizados en términos de riesgo y contagio, tanto en los medios de comunicación populares como en el ámbito de la atención sanitaria en la Francia actual. Esta alienación ha contribuido a una serie de consecuencias negativas para la salud: entre los pacientes afrodescendientes, por ejemplo, los legítimos problemas de salud suelen ser minimizados, desestimados o malinterpretados en términos culturalistas. Los ciudadanos/residentes franceses con orígenes en el África subsahariana denuncian altos índices de discriminación en los centros de salud (el más alto de ellos se da entre las mujeres musulmanas), lo que a su vez se ha relacionado con el hecho de que los pacientes eviten o renuncien a la atención sanitaria.
Mi propia investigación también subraya hasta qué punto la (i)lógica de la raza en la Francia contemporánea —nacida y reforzada en el encuentro colonial, perpetuada a través de sus instituciones y políticas, y que se reproduce en innumerables formas cada día— es recursiva y acumulativa. La discriminación y la desigualdad raciales suponen una amenaza constante y duradera para la salud y el sustento de las personas racializadas en Francia, incluso cuando se sigue negando la realidad social de la raza, y en un momento en el que se culpa a los propios estudios poscoloniales de crear los mismos problemas que pretenden abordar.
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*Katie Kilroy-Marac es profesora asociada de Antropología de la Universidad de Toronto, Canadá.
Artículo original publicado en Africa Is a Country.
Las fotografías son fotogramas de la película La noire de… Ousmane Sembène.