*Autor Invitado: Pedro Cardoso
Cuentan las imágenes que la tierra es montaña en El Nacimiento. Dos calles en el seco norte de México, dos iglesias (católica y evangélica), remolinos de polvo y tierra. Un par de árboles centenarios que dan sombra a los caballos, calor abrasador. Gertrudis vivía aquí. «Soy negra, fea, pero clarividente», tarjeta de presentación en el documental Gertrudis Blues. Es la gran voz del «capeyuye», los cánticos de los «indios negros de Norteamérica». Suena como el blues, suena como el gospel, tiene variaciones de voz que recuerdan a los nativos americanos. En inglés, la anciana canta la «mother» que «has gone». O el año nuevo, «happy, happy new year». Con palmas, marca el compás. Un coro en círculo responde al ritmo y a la plegaria.
Esa tarde en El Nacimiento, unos años antes de dejar el mundo, Gertrudis hace una pausa en su voz y recuerda las historias de sus mayores. Cuenta el mito de creación mascogo. «Mis abuelos vinieron con mi madre desde los Estados Unidos cuando expulsaron a los indios de allí. Mi madre me dijo we ran, eso significa que corrieron». «Ellos», los padres y abuelos de Gertrudis, «eran esclavos de los gringos» y tenían una misión: «matar a los indios kikapú», una tribu india del sur de los Estados Unidos de la que las autoridades querían deshacerse.
Pero las cosas no salieron según lo previsto, relata Gertrudis: «Los negros fueron a matarlos, y cuando encontraron a los Kikapú, cerca de la frontera con México, hubo un niño, un indio, que rogó al jefe de los negros: ¡Por favor, no nos maten! El jefe negro se conmovió, y así fue como decidieron unirse y huir juntos para aquí».
Esta crónica que ha pasado de boca en boca a lo largo del tiempo, es sólo una parte de una antigua historia que se remonta a la Florida del siglo XVIII. En esa época, la península estaba dividida entre españoles e ingleses, y la esclavitud allí no era todavía una práctica común. La libertad de esa zonas hizo de la región un refugio perfecto para los seminolas, una tribu de indios rebeldes, y para los esclavos que escapaban de las plantaciones de arroz y algodón de Carolina del Sur, Georgia y Alabama. Durante años, vivieron juntos, se casaron, tuvieron hijos. Dieron nacimiento a los «seminolas negros», los indígenas negros conocidos en México como «mascogos».
Ese paraíso para fugitivos y rebeldes se clausuró en 1818, cuando los esclavistas avanzaron hacia Florida para acabar de una vez con el escondite de los esclavos. Durante los siguientes cuarenta años, las guerras contra los pueblos nativos y mascogos, que terminaron con la anexión de Florida a los Estados Unidos, obligaron a los indígenas, negros e indios-negros a huir de la región.
En la carrera por la libertad, en 1849, las tribus seminolas, lideradas por Gato Montés, y los «seminolas negros», liderados por John Horse, se unieron en una huida conjunta a través del sur de los Estados Unidos hacia México, donde la esclavitud había sido abolida veinte años antes. Cuando llegaron a la frontera, según las crónicas, este grupo de cien refugiados fue contratado por los granjeros americanos para diezmar a la tribu nativa de los Kikapús. A cambio, recibirían dinero y comida para continuar su viaje. Pero como recuerda Gertrudis, y la historia lo confirma, Gato Montés y John Horse – a quien los mascogos conocen como Juan Caballo – protegieron a los Kikapús y los convencieron de unirse en su exilio en México.
El arroyo y los cipreses
En México eran tiempos complicados. El país había perdido un año antes, en 1848, casi la mitad de su territorio en el cercano manantial del norte. Las tribus indígenas atacaban implacablemente la frágil nueva línea fronteriza.
La llegada de refugiados indios y afrodescendientes al estado norteño de Coahuíla cayó como guante sobre el gobierno mexicano. Los kikapús, los seminolas y los indios negros (a partir de entonces conocidos como mascogos) recibieron 7200 hectáreas de tierra para asentarse. Condición única: tenían que defender militarmente la frontera de los ataques de los gringos.
En una carta de 1872 (una de las reliquias que los mascogos aún conservan como un tesoro), el líder Juan Caballo recuerda el episodio. «Tengo conmigo el título de la tierra que es nuestra propiedad en México (…) la tierra tiene el nombre de Nacimiento, tiene un precioso arroyo de agua corriente y grandes cipreses en la tierra, y es de nueve millas cuadradas. Esta tierra nos la dio [el presidente mexicano] Santana por luchar contra los indios».
En poco tiempo, el grupo de refugiados se dividió. La tribu seminola regresó casi inmediatamente a los Estados Unidos. Veinte años después, casi todos los mascogos también se habían mudado a Texas, engañados por promesas de las autoridades estadounidenses que nunca se cumplieron. En 1873, ya en suelo tejano, Juan Caballo se quejaba en la mencionada carta-reliquia: «Nací en Florida, mi gente fue sacada de aquí y llevada a Arkansas. Todo fue robado de nosotros cuando dejamos Florida. Los hogares, el ganado, los caballos y todo lo que teníamos, y el gobierno prometió en ese entonces pagarnos por todas las pérdidas y que nosotros obtendríamos tierras para formar hogares y seríamosotorgados con todo lo necesario por ocho años» La transcripción es del periodista mexicano Juan Castro, en un reportaje publicado en el diario Vanguardia.
En 1876, un atentado contra el líder mascogo aceleró el regreso de su pueblo a El Nacimiento. Juan Caballo no volvió nunca más a la tierra donde había nacido. En lo que le quedó de vida, se unió al ejército mexicano y se convirtió en coronel. Murió a la edad de 70 años, en 1882, cuando viajaba a la Ciudad de México para una reunión con el entonces Presidente Porfirio Díaz. Hay quien dice que fue asesinado.
Pueblo originario
Cuando Juan Caballo murió, El Nacimiento ya estaba bien asentado en un territorio compartido con los inesperados aliados de Kikapús. Esta tribu todavía vive hoy en una comunidad cerca de El Nacimiento. Los casi dos siglos de historia en común han dejado fuertes huellas, especialmente en el dialecto mascogo que, según los entendidos, mezcla el inglés, el idioma kikapú, palabras de origen africano e incluso el español. En las pausas de los cánticos «capeyuye» del documental «Girtrudes Blues», la matriarca de los mascogo confirma esta relación y recuerda algunas palabras que aprendió cuando era pequeña: «Somos los makatemis, que es como los kikapús llaman a los negros», da como ejemplo.
Poco a poco, palabras como estas están siendo enterradas en los polvorientos caminos de las montañas de Coahuila. Figuras como Girtrudes que descienden directamente de los refugiados originales casi han desaparecido. El una vez «maravilloso arroyo» que Juan Caballo describió, ya no corre. La sequía ha puesto fin al murmullo de las aguas. Las casas de adobe, mitad enyesadas, mitad por enyesar, se sostienen a pie con esfuerzo. Algunas están abandonadas, son las ruinas de personas que se fueron a las grandes ciudades o que emigraron a los Estados Unidos, donde casi todos tienen familia.
La aldea ahora vive en un limbo seco. Entre quien viven allí, menos de 300 personas, algunos resisten y quieren recuperar la lengua, las canciones, las vestimentas coloridas y las bolitas que se hicieron tradición entre los mascogos. Prácticamente invisible durante décadas interminables, en 2012 México reconoció oficialmente a esta «tribu» o, como lo llaman ahora, como «pueblo originario» del país. Afroamericanos, insisten. Dicha distinción da algunas garantías (protección del territorio y difusión de la propia cultura) pero es una gota de agua en medio de una batalla mayor.
Los más jóvenes lo saben y empiezan a crecer en las iniciativas de El Nacimiento para reavivar su memoria. La fiesta de «independencia» de los mascogos sigue siendo un día especial. Tiene lugar cada 19 de junio, el día que marca la abolición de la esclavitud en Texas, en 1865. Fecha simbólica, que muestra el carácter binacional de este pueblo con raíces a ambos lados de la frontera.
Antiguamente, dice Gertrudes, los ancestros se reunían en la iglesia y hablaban abiertamente de los sueños de la noche anterior. «Querían saber lo que Dios les había mostrado mientras dormían.» Ella no contaba nada. «No quería saber.» La incertidumbre alimentaba el sueño como una forma de hacerlo eterno. Como los sueños de Girtrudes, la comunidad mascogo- india, africana, mexicana, gringa – es la humanidad frente a un espejo. Una utopía en un ciclo continuo y abierto.
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*Pedro Cardoso es un periodista luso-angoleño afincado en México. Colabora con medios de Portugal, México, Brasil y Angola.
*Este artículo fue publicado en Buala, y ha sido reproducido con permiso de los editores. Para leer el original en portugués, clic aquí.
*Imagen de portada: Jesús Omar Campos.
*Traducción: Ángela Rodríguez Perea.
Antonio Santos Morillo
Un documento muy interesante y valioso, que rescata la memoria de un mestizaje ejemplar. Merecería ser estudiado y preservado para las generaciones presentes y futuras como modelo de solidaridad y convivencia entre personas, lenguas y países. Esta es la verdadera riqueza humana.
Andrea Naranjo
¡Felicidades por la nota! Solo un comentario: la fotografía del encabezado muestra a un armoniquero de la Costa Chica, músico de la danza de los diablos.
eonice Da Silva
Excelente documental!!! Atrapante de entrada comovedor. Excelente!!!
FELICITACIONES. GRACIASSS!!!
Edith
Al fin! Bravisimo.
Alejo Mtz
Donde encuentro este documental??
Saludos excelente nota
Elizabeth Cardenas
Recientemente visitamos el lugar del nacimiento aún siguen separadas los kikapus, los mascogos y seminols, el lugar es precioso a la falda de los cerros. Leer este reportaje me ayudó a entenderlos y valorar su cultura.