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Aquí pueden descargar el texto íntegro en formato PDF: LA SALA DE EMBARQUE – Ellas (también) cuentan.
Como con tantos otros presagios, ella no había interpretado su significado en ese momento. Hacía tres años que Ibou envió a casa una foto de su prestigiosa escuela de negocios en América, en la que aparecía junto a sus amigos. El abultado sobre llegó después de un prolongado silencio. Fátima no tuvo el menor presentimiento al abrirlo con la ayuda de un cuchillo de cocina, y retiró las páginas escritas a máquina. Salió fuera y se dispuso a leer la preciada carta a Padre.
El anciano se encontraba cómodamente sentado en un pequeño taburete, apoyado sobre la áspera corteza del tronco de un mango, con su arremolinado y habitual boubou [1] de color gris con bordados amarillos en la pechera, cuello abierto y holgado en los laterales. Debido a la educación que tuvo en la escuela coránica, le resultaba más fácil leer en árabe que en francés, aunque había pasado un tiempo desde que lo hizo por última vez y la visión se le iba desvaneciendo con el paso de los años. Sus ojos, desde la distancia, parecían casi azules, iris oscuro rodeado por un halo de color gris y la córnea cubierta por una película de gel translúcida. Últimamente, aquellos ojos acuosos pero relucientes, solo podían distinguir un conjunto de formas, y por lo general dependía de Babacar o de cualquier nieto que se encontrase cerca, para que le leyera la letra pequeña de los diarios.
Fátima agitó la carta frente al anciano pero este le indicó con un movimiento que esperara mientras les daba indicaciones a los jóvenes que se encontraban junto al grifo de agua preparando ataya [2]. Cuando estuvo listo, Lamine, su vecino, le ofreció al anciano el primer ataya de la segunda ronda. El sol brillaba a través de la pequeña taza de cristal. El ardiente té era casi tan oscuro como la mano temblorosa del anciano.
Tomó un sorbo y saboreó la sensación dulce que le había dejado la infusión en el paladar. Asintió con la cabeza en señal de aprobación mientras le entregaba el vaso a Fátima. Tomó un sorbo y luego se lo entregó a Lamine, quien regresó al grupo de jóvenes que se encontraban apiñados alrededor del horno principal y de la tetera, disponiéndose a incorporar, para la tercera ronda, más hojas de té y terrones de azúcar al agua hirviendo.
El padre asintió con la cabeza para que ella empezara a leer la carta y fue entonces cuando Fátima se dio cuenta de la fotografía que se había deslizado por entre las páginas. La recogió, le sacudió el polvo suavemente y la limpió en su pagne o pareo. Era Ibou con otros dos chicos y dos chicas, de pie, en las escaleras de lo que parecía ser una biblioteca o algún majestuoso edificio universitario apoyado sobre columnas ricamente decoradas. A Fátima le parecía un pastel de bodas de hormigón. Apenas se había percatado de Ghada –dando por hecho que quizá aquella chica nigeriana con rasgos cincelados era la petite copine, la novia de Ibou– a pesar de que la carta dedicaba un párrafo entero a esta maravillosa Ghada: «Es egipcia y juega fútbol femenino. Además, habla con fluidez francés e inglés y ¡ha leído el Corán entero en árabe! también preside la OEMO –organización de Estudiantes de Medio oriente–. Así es como nos hemos conocido ya que yo presido la AEA –Asociación de Estudiantes Africanos–. Organizamos juntos una conferencia sobre el comercio árabe-africano. Asistieron muchos dignatarios importantes, todo gracias a las habilidades de organización de Ghada, y Ghada…».
El anciano hizo una señal con la mano y ella interrumpió la lectura. Llamó a Lamine y le dio unos billetes arrugados para que fuese a comprar más azúcar pues la tercera ronda de ataya todavía seguía hirviendo. La carta lo hizo feliz, orgullosamente le decía a cada transeúnte que Ibou seguía manteniendo la fe a pesar de que vivía alliiiií en América. Fátima volvió a examinar la foto: todo lo que podía observar era una chica menudita que se parecía a la hija de cualquier comerciante libanés de la ciudad.
Volviendo la vista atrás, le resultaba increíble no haber sentido ninguna premonición especial sobre esta mujer. Todo lo contrario, le había enseñado la foto a Maimuna, su mejor amiga, quien también coincidió en el parecido de Ghada con cualquier joven libanesa. «Cristianas o musulmanas, todas cambian de hombre a diario al igual que sus lujosos sostenes franceses». Fátima asintió con la cabeza, no porque asociara a la chica con aquellas mujeres libanesas, más allá de comprar en sus tiendas o restaurantes, sino que era lo que había opinado Maimuna y ella sabe lo que dice. «Es muy bajita», comentó Maimuna en desaprobación.
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Después de cuatro intentos y varios gorgoteos, el coche del Tío Djiby se puso en marcha. Al oír el chirriante sonido, Fátima retiró las manos de la palangana de agua tibia en donde planeaba dejar en remojo el bouye [3] durante la noche. El fruto blanco, desmenuzable y disecado del baobab se encontraba al lado del cuenco. Buscó a Ibou con la mirada y justo cuando estaba a punto de llamarlo con su voz chillona, lo encontró bajo el halo de luz que proyectaba la solitaria farola de la calle. Allí estaba, en cuclillas cerca del suelo, la barbilla hacia delante y el pecho presionando sus muslos. Ella sabía que él estaba tratando de dominar su irritación y una forma de hacerlo era dibujando figuras con palotes en el suelo arenoso. Era algo que solía hacer cuando era todavía un flacucho y débil muchacho. La familiaridad de la acción la llevó de regreso a un desierto de recuerdos olvidados. Un afecto enterrado que yacía, desde hace ya tiempo, en el pecho de Fátima. Durante una temporada «estuvieron» muy unidos. Tal vez, perduraba en él, con cariño, el recuerdo de aquellos viejos tiempos antes de irse a vivir a América, cuando solía imitar su voz chillona, «iiiiiiiii», diciendo que le recordaba al chillido de un mosquito. Después de tantos años de ausencia ¿aceptaría ayudarla ahora –durante estas dos semanas estresantes de vacaciones en Senegal, después de tantos años fuera en América– en honor a aquellas viejas épocas?
Tío Djiby aceleró el motor y sonrió afablemente, sin avergonzarse de su coche, que tenía casi tantos años como Ibou. Tiempo atrás había sido un flamante y nuevo Renault, pero ahora era una caja de hojalata magullada sobre ruedas, pintado de negro y amarillo para indicar que era un taxi. Fátima e Ibou se sentaron en el asiento trasero ya que el equipaje de mano de Ibou y el ordenador portátil ocupaban la zona de delante. Ella podía sentir que Ibou estaba tenso y rígido; se reclinó en el incómodo asiento y se obligó a relajarse para que él a su vez lo hiciese también.
Ibou hubiera preferido parar un taxi en la calle, algo más grande y más cómodo como los nuevos Peugeot. Ella también sospechaba que prefiriese ir al aeropuerto solo, pero evidentemente él no se atrevería a sugerirlo abiertamente, simplemente murmuró algo acerca de cómo hubiese sido mucho más rápido y más fácil. Fátima fingió no haberle oído ya que, después de todo, así no era como habían salido los planes.
Mientras que el coche se deslizaba torpemente sobre sus ruedas lisas, zigzagueando por la calzada parcheada y cogiendo algún que otro bache, Tío Djiby repasaba su extensa colección de casetes piratas con una mano, para luego decidirse por el último álbum de Baaba Maal. Una monótona melodía de reggae con influencias mbalax [4] empezó a sonar. Ibou se inclinó exaltado hacia delante, levantando un dedo para darle un golpecito en el hombro a Tío Djiby y dispuesto a protestar por la mala calidad del sonido, cuando su móvil sonó. Lo abrió. Un segundo después se rio en voz alta y su cara de repente se relajó, dejó de fruncir los labios y cejas. Fátima respiró un poco más tranquila. Hacía días que venía examinando la carcasa pétrea de Ibou, buscando desesperadamente la brecha donde colocaría la cuña que diera pie a su petición.
–¿Vas a compartir la broma? –preguntó ella con delicadeza.
–Es un mensaje de texto de Ghada. No puedo creer que mi roaming por fin vuelve a funcionar y, por supuesto, justo ahora yendo al aeropuerto.
Ghada, ¡siempre Ghada!
–¿Qué cuenta?
–Too much testosterone, not enough balls. Fátima arqueó una ceja.
Ibou se rio por lo bajo, «Debe estar muy enfadada: “¡Demasiada testosterona y pocos cojones!”, esa sí que es buena». Estaba inconscientemente hablando en inglés, citando con las mismas palabras lo que había dicho Ghada.
Fátima, sin comprender, se quitó el palillo de mascar [5] de la boca y sonrió amablemente, de la misma forma que le sonreiría a un extraño o a un extranjero, a pesar de que Ibou era su hermano, misma madre e igual padre.
–Es difícil de traducir –de repente se dio cuenta de lo que había hecho y reanudó su soliloquio en wólof con sentimiento de culpa–. Me está llamando… –intentó encontrar la palabra correcta– … una oveja –dudó por un momento y continuó–. Ella dice que yo no tengo cojones como para enfrentarme a mi familia.
Puesto que Fátima no entendía inglés, asintió con la cabeza agradeciéndole su traducción y dándole a entender que ya comprendía a lo que se refería, pero en cuanto el significado de estas palabras comenzó a cristalizarse y a tomar sentido, el enérgico asentimiento con la cabeza cesó abruptamente. Su fular damasco verde esmeralda se deslizó hacia atrás e Ibou se percató por primera vez de que Fátima tenía mechas de hebras plateadas entretejidas en su pelo trenzado. ¿Qué edad tendría ahora? Posiblemente casi cuarenta años.
Hubo un breve silencio, mientras la mente de Fátima amasaba y digería las palabras recién pronunciadas. Su concentración se vio interrumpida por el soprano Baaba Maal penetrando en su conciencia. Intentó aislarse de la música. ¿Qué posición ocupaba Ghada, quien ni siquiera era su esposa, para ejercer tal poder en los asuntos de la familia? ¿Quién era ella para decirle a Ibou que «no tenía cojones como para enfrentarse a su familia», cuando esta estaba unida por lazos sanguíneos y honor y ella no era más que una intrusa? ¿Se preocuparía Ibou más por la opinión de esta Ghada que del sincero ruego de su propia hermana?
Un suspiro se le escapó de los labios. Su mente no era tan ágil como sus dedos. Podía tomar una cesta marrón poco profunda colmada de arroz, sacudiendo los granos con sus lánguidos dedos en busca de los gorgojos y guijarros, apartándolos, zarandeando los granos una vez más, buscando, separando, hasta que el arroz estuviese listo para cocinar; todo ello en el mismo tiempo que llevaría batir un huevo. Pero su mente era lenta, se movía como la lait caillé, la leche cuajada, dulce, grumosa, pegajosa, cremosa.
–¿Pero es tu esposa? –se aventuró finalmente, girando el anillo de filigrana de oro del dedo medio, el cual era más largo que la primera falange, rozando con su extremo puntiagudo, los nudillos huesudos.
–Técnicamente no… Pero lo será pronto. Vivimos juntos.
–Sí, creo que lo habías mencionado pero pensé que era muy religiosa.
–Sí, de hecho lo es.
Una vez más, hizo un gesto de aprobación con la cabeza. Esta vez sin compromiso. Fátima observaba por la ventana como el taxi destartalado del Tío Djiby se abría paso a través de las polvorientas calles oscuras de Dakar.
–Es muy religiosa –repitió Ibou para sí mismo y con un tono defensivo que fue oído por ella.
–No, no, lo entiendo. «Por supuesto» –no había sido su intención criticarla pero ¿qué mujer musulmana practicante que empieza a utilizar el velo, se atrevería a compartir la cama con un hombre que no es su esposo? No es que Fátima fuera de las que tire piedras, pero en este momento, esta Ghada todopoderosa se interponía entre ella y el futuro de Babacar, su hijo. Ghada era como una inmensa piedra negra que podría astillar tus dientes si no la apartas de tu camino antes de lo que tarde en cocerse un arroz.
–Ghada ha leído el Corán completo –dijo Ibou en voz alta haciendo eco de la carta que había enviado hace tiempo–. En realidad practica la religión más que obedecerla. Interactúa con ella, la examina y lidia con sus contradicciones e incongruencias, con aquellas que se encuentran en su interior y en la religión misma. No tiene miedo a ellas, no las rechaza, todo lo contrario, se enfrenta a ellas. Solo podemos entender la palabra de Dios tal y como ha sido traducida por los hombres y a través de estos. Dios es grande, pero todas las religiones han sido hechas por el hombre y por lo tanto son imperfectas.
Fátima contuvo el aliento. ¿Eran las palabras de Ibou o de Ghada? Sonaba como si él lo estuviera leyendo de un libro, pero sus manos se encontraban vacías. Nunca había visto a Ibou tan religioso o filosófico. Sin confianza para responder, se quitó el fular y luego con destreza se volvió a colocar la gruesa tela almidonada alrededor de la cabeza. Bajó los brazos y movió agitadamente los hombros de manera que el bordado de oro macizo, que rozaba su clavícula, se desplazó hacia un lado dejando el hombro izquierdo descubierto como a ella le gustaba. Era su boubou más caro, el que había usado para el bautismo del cuarto hijo de Maimuna. Todo este reajuste le tomó casi dos minutos, sin embargo la mirada de Ibou seguía expectante puesta en ella. ¿Debería dar respuesta realmente a su discurso? Su mente se agitaba sin resultado alguno.
Rindiéndose finalmente, Ibou apartó la mirada y se colocó la gorra roja de béisbol, la inclinó por debajo de su frente y volvió a encender el iPod introduciendo con fuerza los auriculares en sus oídos. Vestía pantalones vaqueros holgados, una camiseta azul marino con «Brooklyn» garabateada en la parte delantera y zapatillas deportivas de gran tamaño. Parecía un personaje salido de una película americana, sobre todo con los auriculares del tamaño de un guisante acribillándole, enérgicos bajos que desentonaban con la música de Tío Djiby. Tal vez este diminuto aparato blanco le estaba susurrando conjuros secretos, sobornándolo, convenciéndolo, como Ghada, de que no debería escuchar a su hermana.
Fátima cerró los ojos y se recostó en el asiento sucio del coche. La funda, de un rojo intenso, estaba agrietada y con copos de polvo. Brotaba gomaespuma amarillenta como si fueran pequeñas setas. El desvencijado taxi de Tío Djiby era el mejor vehículo que ella pudo conseguir dadas las circunstancias. Toda la familia había ido a Kaolack para el funeral de Adja pero alguien tenía que quedarse para acompañar a Ibou al aeropuerto. Lógicamente, la familia estaba indignada con él por no haber cambiado su pasaje de vuelta y quedarse al menos una semana más. Al fin y al cabo, Adja era la hermana mayor de su padre. Nadie esperaba que se quedara los cuarenta días de luto, pero al menos una semana.
–Pero en América tienes que trabajar todos los días –dijo Fátima en su defensa.
–¿Y cuándo fue la última vez que estuviste en Estados unidos exactamente? –le había preguntado Maimuna.
Maimuna era su mejor amiga de la infancia, pero, para ser honestos, la relación de Maimuna con Ibou no era tan diferente a la suya. Tal vez, fueron los doce años de diferencia que hicieron que su relación se limitase a formalidades. ¿O era debido a todos los años que Ibou había pasado en América? Años que se prolongan como lo hace el gran desierto hacia el norte. ¿Quizá ella no lo podía conseguir, como una espina de pescado enterrada profundamente en la carne resbaladiza, evitando la extracción con los dedos aun siendo fatales para la garganta?
El tiempo se va consumiendo y aún no le había pedido a Ibou la única cosa que quería que sucediese por encima de todo. ¿Cómo podía romper el hielo? Hizo acopio de valor e intentó tomar la delantera, pero cuando se disponía a abrir la boca para hablar, Tío Djiby apagó la monótona cinta. Manteniendo los dedos equilibrados sobre el volante, giró su gran cabeza aguantando el equilibrio en el largo y delicado cuello. Mostró los dientes de color marrón chocolate, teñidos por las aguas durante su juventud en Kaolack [6], «muy bien American Boy, ¿me puedes conseguir un móvil nuevo? Dicen que son más baratos allí». Utilizó la palabra «muchacho» en inglés. Había empezado a llamar a Ibou American Boy cuando regresó a Senegal de visita por primera vez, apodo que Ibou odiaba. Se estremeció un poquito pero murmuró entre dientes: «Te conseguiré uno si consigues que llegue al aeropuerto en una pieza». Deliberadamente se puso los auriculares del iPod de nuevo en sus oídos.
«Entonces tomaré eso como un sí. Puedes enviarlo a la dirección de Fátima. ¿Cuándo tiempo tardarás en llegar allí?». Poco a poco su cabeza, cargada de abultados y mullidos rizos, miró otra vez hacia la carretera. Ibou a regañadientes apagó el iPod, «Vuelo de Dakar a París y luego de París a Nueva York. Llegaré mañana».
–Insha’Allah [7] –dijo Tío Djiby enérgicamente. Los vuelos transatlánticos todavía eran un insulto a la voluntad de Dios.
Ibou no repitió la frase después de él. Solo se quedó mirando incesantemente a través de la ventana.
En la luz amarilla de las farolas, su perfil no parecía suavizarse. «¿Qué ha quedado de aquel niño que solía escribir largas cartas todas las semanas rogando volver a casa?», se preguntó Fátima. Golpeteó el anillo contra la puerta del coche, metal contra metal. Su mente se movía al ritmo del repiqueteo, calculando y volviendo a calcular sus finanzas. Desde que se divorció hacía cinco años, su cerebro se había transformado en una calculadora, sumando y restando de forma continua, incluso mientras dormía. A Babacar enseguida se le quedaba pequeña la ropa y su madre incluso dudaba que hubiese un boubou decente para el funeral en Kaolack. No se podía contar con que el padre de Babacar le diese dinero ya que su nueva esposa acababa de tener gemelos. Todas sus hermanas tenían sus propios hijos que cuidar. Era una familia sin suerte, todas eran mujeres, excepto Ibou.
Quizá ella tendría más opciones si tuviese más hermanos con quien contar. Los hermanos eran como el viento: podían ir a lugares donde ella no podía acceder. Se sentía como la arena. Solo podía ser soplada por el viento. Pero ahora tenía un hijo e Ibou tenía que ayudarla a construirle las alas. El sueño que ella tenía para Babacar era que él viajara y viviera con su tío Ibou alliiiiiiií en América, que estudiara, sembrara éxito para la familia y cosechara dólares verdes para traerlo luego de vuelta aquí.
–¡Es un buen chico! –le espetó de repente. Sus manos juntaban el aire mientras trataba de agarrar las palabras y meterlas de nuevo en su boca. Pero ya era demasiado tarde.
–Por supuesto que lo es. Todas las madres piensan que sus hijos son buenos niños –no estaba sorprendido por su arrebato, lo veía venir de todas formas.
Cuántas veces había aludido sutilmente a la idea de que Babacar estudiara en América con la esperanza de que Ibou cogiera sus inferencias y las procesara por iniciativa propia sin tener que recurrir a estas indirectas. De esa forma hubiera parecido que fue idea suya; la familia lo alabaría y ella se ahorraría la humillación de estar expresamente suplicándole. Mediante sutiles y hábiles maniobras lo había estado llevando poco a poco a su terreno, pero él se había negado a morder el anzuelo y finalmente la forzó a actuar de esa manera. Respiró hondo y le preguntó: «¿Te llevarás a Babacar el próximo año para que viva contigo?». Ya está. El tema había sido abordado, no de la manera que ella hubiese querido que fuera, pero ya no había vuelta atrás.
Por un momento cerró los ojos conteniendo la respiración, tratando de volver a esa intensa fracción de segundo que tuvo esa misma tarde, cuando la dulzura húmeda del día en su lengua después de un prolongado, seco y polvoriento día de ayuno. De niña, pensaba que comer dulces le proporcionaría el mismo sabor a sus palabras, haciéndolas salir con dulzura como la leche joven del coco. Ahora, rezaba para que pudiera pronunciarlas lo suficientemente ricas para que le abriesen al joven Babacar un camino a los Estados unidos.
Habiendo ayunado durante todo el día, su mente se agitaba frenéticamente buscando las palabras adecuadas. Para el almuerzo preparó la comida favorita de Ibou, asegurándose de añadir abundante pasta de cacahuete al maffe o estofado para que la salsa saliese rojiza, espesa y sabrosa. Pero a pesar de que se había negado a ayunar, en deferencia al ramadán, había comido un poco menos de lo habitual. Durante el iftar [8], justo después de la puesta del sol, hubo varias interrupciones por parte de familiares y de vecinos que venían otra vez a despedirse de Ibou y desearle un buen viaje. Una vez más, partía. Siempre lo hacía. Los recuerdos que tenía de él se reducían a una serie de éxodos, a instantáneas de abandonos. Y ahora partía sin haber aceptado llevarse a Babacar. Este era el momento ideal para fijar la mirada en él, deseando que respondiera afirmativamente que…
Cuando su respuesta finalmente se materializó, se embarcó en un suspiro, profundo como el océano que existía entre ellos. «¿Pero qué haré con un chico de once años en Nueva York? ¿Cómo vamos a salir adelante Ghada y yo?».
¡Otra vez Ghada! ¿Por qué Ghada, que ni siquiera era su esposa, merodeaba entre ellos como si fuera un djinn [9] amenazando el futuro de su hijo?
Su mente dio un paso hacia adelante precipitándose en el mar glacial que existía entre ellos, explorando aquellos hechos que ella podría utilizar a su favor. ¿No había partido Ibou por primera vez cuando era solo unos pocos años mayor que Babacar? Patizambo y con costras en las rodillas, el más joven de los siete hermanos, pero el único varón y, por tanto, al que le crecieron alas bajo sus pies, mientras que las de ella crecieron pesadas y con los dedos del pie retorcidos como las raíces del árbol baobab. Sin embargo, no era tan afortunada como el baobab, no podía florecer en este desierto semiárido. no. Había crecido delgada; la clavícula asomaba por encima del escote como si fuera la copa de un boubou y con cuerdas que sobresalían de su escuálido cuello. Pero Ibou era robusto, no solo de tronco, como algunos hombres ricos de mayor edad, también de rodillas y muñecas. Estaba bien acolchado.
Antes de su divorcio, ella había sido regordeta, pero lógicamente no tan regordeta como lo había sido antes de casarse. Dafatooy era la palabra que utilizaban para referirse a ella. «Es suave, carnosa, sexy». Evocó con nostalgia aquellos voluptuosos días felices pero rápidamente se contuvo, rechazando los recuerdos de autocompasión que podrían paralizarla, al igual que haría la inquietante melodía de la kora mandinga [10] que imprimiría eco en sus oídos durante el resto del día. Se estremeció, literal y figuradamente, intentando meditar sobre el lado positivo de las cosas; al menos recordándose a sí misma el próspero negocio que había creado en los dos últimos años.
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«¿Qué vas a hacer?», le preguntó Maimuna poco después del divorcio. Fátima se quedó con la mirada vacía. Maimuna estaba lavando la ropa y sus gruesos y fuertes brazos tenían jabón hasta los codos. «Mane [11], ¿qué harías por dinero? ¿Podría Ibou ayudarte desde América?»
Fátima en silencio negó con la cabeza: «No me animo a preguntarle».
«¿Entonces? ¿Qué vas a hacer? ¡Por dinero!», exclamó Maimuna agitando sus manos de modo que las pompas de jabón se desperdigaban por todo el patio, atrapando el sol en celdas de arcoíris y aterrizando en la rígida tierra hasta que el viento las hacía estallar. Era tan bonito que Fátima casi llora, pero claro, en aquella época, cualquier cosa por mínima que fuera podía hacerla llorar.
La excepción a su infelicidad era su primer y único hijo: Babacar. Ambas familias estaban agradecidas, la suya y la de su marido. A pesar de que ella nunca volvió a quedar embarazada, al menos había dado a luz un varón y nunca dejó de agradecérselo a Dios, incluso mientras oraba para tener más hijos. Siete años de esterilidad deterioraron su matrimonio hasta que se volvió tan ácido como los limones que las chicas gordas succionaban para perder peso. Finalmente, se divorciaron. No mucho tiempo después, su marido volvió a casarse. Ella siempre se había negado a que él tomase una segunda esposa, prefiriendo el divorcio a cambio. Pero al menos seguía teniendo a su hombrecito pequeño, un hijo, mucho mejor que una hija. Un hijo podía volar, una hija solo podía anidar. Había esperado mucho tiempo por le mariage y por Babacar, y a pesar de que se produjo le divorce, ella todavía tenía a Babacar y necesitaba invertir todo lo que tenía en él. Todo. Últimamente no hacía otra cosa más que llorar. Si tan solo pudiera dejar de hacerlo.
Esa misma mañana, había discutido con un adolescente truculento y terminó sollozando. Era uno de esos chicos pobres que iban al monte a atrapar docenas de pajaritos marrones que luego eran hacinados en una jaula y llevados a las calles de la ciudad, donde los transeúntes daban una pequeña suma de dinero para que el pájaro, que había sido antes capturado, fuera liberado. La gente decía que como el pájaro era echado a volar, este le traería felicidad a aquella persona que hubiera pagado por su libertad. Pero era un día muy caluroso y polvoriento y había demasiados pájaros para una jaula tan pequeña. Revoloteaban inútilmente y se sacudían contra los barrotes de madera. Ella solo quería que estuvieran en libertad, como si verlos volar lejos ayudase a que algo se abriese de golpe en su más profundo interior.
Había intentado negociar con él de la manera habitual pero era terco y ella no tenía suficiente dinero para comprar su libertad. Le había ofrecido unos espesos y cremosos thiakry [12] que llevaba a casa de su hermana mayor, pero aun así, el chico se negó.
–Nercna trop –le dijo persuadiéndolo pero él la miró con odio.
–Créeme –le dijo poniendo la voz más dulce que pudo– . Soy la mejor cocinera en todo HLM [13].
El niño se agachó y cogió la jaula, al moverse se raspó, por accidente, la pantorrilla polvorienta. Los pájaros gorjearon frenéticamente. «Por favor», le imploró.
«Déjame en paz», exclamó de forma brusca lanzándose a la calle. Tuvo que esquivar varios taxis y tambaleó por un segundo cuando un coche rapide azul y amarillo frenó de repente. El apprenti [14], agarrándose de la inestable puerta trasera, maldijo al chico y luego este le devolvió el insulto. Desde el otro lado seguro de la carretera, le lanzó a Fátima una mirada acusadora que la sacudió como si fuera una fuerza física. Era la clase de mirada reservada a los desequilibrados mentales. Ardientes lágrimas caían en cascada por sus mejillas, sorprendiéndola con su humedad. No se había dado cuenta de que estaba llorando. Tomando el paño que yacía sobre el plato de thiakry, lo presionó con fuerza en las cuencas de los ojos, ocultando así las lágrimas.
–Puedo cocinar –las palabras se precipitaron fuera de su boca.
Maimuna sonrió e introdujo sus manos de nuevo en la espuma del jabón. «Sin duda», dijo secamente.
Así es como empezó un negocio pequeño e informal en la calle, frente a la casa de su padre. Comenzó vendiendo dulces, buñuelos fritos y zumo de bissap [15] frío. Sus dedos siempre estaban teñidos del color rojo del hibisco pero a ella no le importaba. Por lo menos estaba ganando un poco de dinero. El beneficio marginal lo invirtió para la compra de tazas y cucharas y así diversificó el negocio en productos como lakh [16], thiakry y ngalakh [17] obteniendo en poco tiempo una clientela próspera. El rumor sobre deliciosos postres se extendió a otras áreas y cuando se le consultaba sobre su «ingrediente secreto», ella simplemente sonreía misteriosamente.
Aun así, todavía no estaba haciendo suficiente dinero, hasta que el cuñado de Maimuna la puso en contacto con Madame Diouf. Esta tenía tres restaurantes que proveían comida a gente adinerada del barrio, expatriados senegaleses que disfrutaban de sus vacaciones, y a turistas con un alto nivel adquisitivo. El menú ofrecía los mejores platos tradicionales senegaleses y su precio le aseguraba una clientela que recibía la más alta calidad de productos. Lógicamente, Fátima solo recibía el diez por ciento de lo que pagaba el cliente, pero aun así, suministrar a tres restaurantes diariamente la había hecho escalar de vendedora ambulante a empresaria. Incluso tenía dos ayudantes y un chico que llevaba los pedidos en un ciclomotor donde colocaba los recipientes plásticos de thiakry y ngalakh en una nevera portátil, la cual estaba precariamente atada detrás del asiento. Ella podría ampliar el negocio todavía más vendiéndole a otros restaurantes, pero Madame Diouf se lo había prohibido. Sin embargo, era necesario que expandiera su negocio para aumentar sus ingresos y así poder enviar a Babacar a una escuela mejor. Los niños eran como semillas, necesitaban ser regados con mucha educación. Después, como el árbol de mango, darían su fruto.
O mejor aún, él podría ir a América, donde el fruto sería todavía más dulce.
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«¿No tienes recursos para cuidar de Babacar, hermano?». Su voz aguda se volvía más profunda de lo habitual al intentar mostrarse serena y convincente. Su lengua se sentía truncada dificultando el habla.
Ibou inclinó la visera de la gorra roja a la altura de su frente cubriendo así sus cejas. Los labios estaban otra vez fruncidos y le contestó secamente sin mirarla: «No es una cuestión de recursos».
Fátima frunció el ceño confundida. «Pero ¿tienes lo suficiente para mantener a Babacar? Criar chicos puede ser caro: la comida, la ropa, los gastos escolares. ¿Cuentas con dinero suficiente como para cubrir todo eso? Podría intentar y ver la manera de enviarte algo para echarte una mano».
Una carcajada áspera la hizo callar, la avergonzó. Se volvió a colocar la gorra y le dijo: «Eso no daría para mucho. ¿Tienes una idea de lo débil que está el CFA [18] en comparación al dólar?». La miró con ojos brillantes. Abriendo y cerrando la boca. Por supuesto que ella no sabía, ¿por qué iba a saberlo? Solo era un tecnicismo más al cual él estaba acostumbrado, pero ella no.
«Lo siento», dijo ella. Su barbilla se deslizó hacia delante sobre el áspero bordado de oro. Su mente se agitaba como si estuviera hirviendo. ¿Habría alguna manera de que ella pudiera ganar dinero en moneda extranjera?
«No es una cuestión de “dinero”. Por el amor de Dios, tengo dinero suficiente. Es una cuestión de…». Se trababa mientras buscaba la traducción. Lo único que le venía a la mente era la palabra en inglés lifestyle, estilo de vida. Exhaló casi sin aire, al final le salió un débil «… el estilo de vida que llevamos».
Fátima sacudió la cabeza en la más absoluta incomprensión. Las manos de Ibou se desplomaron con las palmas hacia abajo, los dedos extendidos, haciendo un plaf sobre sus muslos: «Tenemos una vida, estamos ocupados; apenas tenemos tiempo el uno para el otro».
Las manos se le clavaron profundamente en los ojos, enrojeciendo la zona blanca. «No entiendes. Trabajo muchas horas, Ghada trabaja también mucho. Luchamos para encontrar…» Su mente se trabó en quality time [19], pero otra vez titubeó y lo tradujo erróneamente como «más tiempo para pasar juntos». «Tenemos un horario laboral muy difícil, sumado al desplazamiento constante. ¿Qué tiempo se le puede dedicar así a un niño de once años?».
La voz de Fátima se agudizaba cada vez más a medida que crecía su exaltación: «Pero él sabe cocinar, limpiar. Él sabe muy bien cómo cuidar de sí mismo. De hecho, puede serte de ayuda, ¡podría mantener la casa cuando estés ausente!».
–Tenemos una persona que se ocupa de la limpieza. Por el amor de Dios. Lo que estoy intentando decir es que no tenemos «espacio» para él en nuestras vidas –dijo Ibou en francés.
–Aahhh –el rostro de Fátima cobró vida–. ¿Es porque solo tenéis una habitación? –su voz estaba matizada con una risa sosegada–. Pero eso no es un problema. Babacar puede dormir en el salón. Es donde duerme ahora y siempre se levanta temprano. No les molestará en absoluto. No quiero que lo malcríes tampoco.
Tío Djiby jugueteaba con el reproductor de casetes y el último éxito de Assane Mboup empezó a sonar. Parecía también aliviado de que el problema se hubiese resuelto y se reía de ellos a través del espejo retrovisor. «Coolfinenice [20]», dijo en inglés con ojos pequeños y soñolientos agitados de alegría bajo los gruesos rizos que se extendían sobre su rostro jovial.
«¿Cuánta marihuana fuma este tipo?», se preguntó Ibou en silencio. Colocó la mano al lado de la pierna y comenzó a flexionar los cuádriceps, tensando el músculo para luego relajarlo. Había tranquilidad a pesar de la música amortiguadora que sonaba a todo volumen por el reproductor barato de casetes de Djiby, tranquilidad pese al suave sonido rítmico del mordisqueo del palillo de caramelo masticable de Fátima.
Por fuera de la ventanilla del coche, en las calles escasamente iluminadas, blancos montículos fantasmales se agazapaban junto a la carretera, los moutons [21]. En un par de meses, cuando él ya esté lejos, habrá ovejas vendiéndose en cada esquina. El país se estará preparando para el Tabaski [22] donde cada familia musulmana sacrificará una oveja. Ibou podía verse reflejado en dicha ofrenda. Hace mucho tiempo, su familia lo había sacrificado enviándolo a América. Pero la letra pequeña escondía una compensación. Ahora era su turno de sacrificar todo lo que había conseguido gracias a ellos. Incluyendo hasta el último céntimo, y por lo visto también su relación con Ghada. El móvil de Tío Djiby, los zapatos nuevos de tía Marietou para la boda de fulanito, la bicicleta nueva para el pequeño Aliou, la máquina nueva de coser de Tío Assane, los gastos funerarios de Adja y ahora, llevarse a Babacar a Estados unidos, el último ítem de una larga lista de peticiones que lo iban vaciando. ¿No le había enviado ayer un mensaje de texto a Ghada?, decía: «Me siento como un cajero automático».
Lo debía haber visto venir. ¿Si no, por qué otro motivo le había mostrado Fátima las notas escolares del chico y lo aburrió con extensas y detalladas historias de sus proezas en el campo de fútbol? Pero esto iba más allá de la usual petición económica. Era pedirle a él y a Ghada que criaran a un niño. Ibou había cumplido veintiocho años el mes pasado. Ghada era dos años mayor, y ¿cómo podría siquiera preguntarle esto a su pareja?
Fátima parecía perdida en sus propios pensamientos, tenía una sonrisa relajada en los labios, los gruesos rizos de Tío Djiby se balanceaban con el tempo de la música. Los dos parecían como si estuvieran pensando que el problema se había resuelto.
–No es porque solamente tenemos una habitación –su voz era calma, casi avergonzada. La confusión retornó al rostro de Fátima otra vez, transformando a sus ojos en un negro carbón muerto.
–Simplemente no hay sitio.
–¿No tienes salón? Incluso podría dormir en la cocina.
Ibou presionó los dientes, mordiéndose accidentalmente la lengua. La sangre brotó, cálida y viscosa. «No tengo dudas de que Babacar es tan perfecto que con solo plegarlo podría guardarlo en el armario de los abrigos. ¿O puede dormir de pie?». Ella no se percató del sarcasmo.
Se sacó el palillo de caramelo masticable de la boca y señaló a su hermano con la punta masticada: «Es un buen chico».
La memoria se burló de él. ¿No era eso lo que solían decir de él?
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«Es un buen chico». Tío Thierno, el hermano mayor de Djiby, había llegado a casa un mes seco de agosto. Le había traído a su hermana, la madre de Ibou, un reloj de oro pálido que tenía en el centro de la esfera pequeños diamantes que brillaban al sol. Siempre antes de lavar la ropa, se quitaba el reloj de la muñeca y lo ponía sobre una piedra. Cuando metía sus manos oscuras en el agua jabonosa, la piel aún seguía marcada por la estrechez de la correa del reloj. El sonido áspero de la tela mojada al ser frotada todavía le recordaba a su madre, al igual que los relojes baratos que vendían los inmigrantes de África occidental en la calle 34 de Nueva York. Sonrió para sí mismo, desconcertado por la terrible ingenuidad de aquel joven Ibou. Todos ellos estaban impresionados por la «riqueza» de Tío Thierno. «Es un buen chico», repetían una y otra vez en toda la familia, como si fuera el mantra de algún tipo de culto fanático, hasta que Thierno aceptó a finales de agosto llevarse a Ibou con él. Falsificó un certificado de nacimiento poniendo a Ibou como su hijo. ¡Era difícil conseguir el visado americano! C’est difficile dê! [23]
Ese mismo septiembre comenzó el instituto en un suburbio de Maryland, a pesar de que no sabía ni una palabra en inglés. Sus clases del idioma como segunda lengua estaban llenas de chicos coreanos y dominicanos, así que aprendió el español más rápido que el inglés y enviaba cartas a casa semanalmente mezclando el francés y el wólof y llenas de historias de una vida que le parecía alienada y confusa. Por la noche, cuando se duchaba, fingía que no lloraba mientras el agua corría por su cara. En cambio, trataba de pensar en lo afortunado que era. C’est difficile dê! Solo rezaba las oraciones de la mañana y la última de la tarde, y pedía en ellas que se le permitiera volver a casa, aunque fuera por un día. Su obsesión por el viaje en el tiempo lo animó a aprender inglés mientras devoraba todo libro de ciencia ficción que llegase a sus manos. Una arruga en el tiempo, de Madeleine L’Engle, se convirtió en su talismán, el libro que llevaba a todas partes.
Cuando finalmente se graduó en la escuela secundaria, tres años después, el Tío Thierno le entregó un regalo. Un billete a casa. Cuando llegó allí, se encontró con que su anciana madre había sufrido un derrame cerebral. Estaba recostada en una habitación oscura con largas cortinas de gasa que atrapaban la polvorienta luz del sol. Fátima, recién casada, cuidaba de ella, lavándole cuidadosamente el brazo con una esponja para que no entrase agua en el reloj, el cual se había tornado de un color metal bruñido. Ya no daba la hora. Dos de los diamantes se habían salido de lugar y se deslizaban por la esfera de oro pálido.
–¿Por qué no me lo dijiste? –preguntó Ibou horrorizado sosteniendo la otra palma curtida de su madre. Su mano todavía se sentía fuerte y musculosa.
«No queríamos interrumpir tus estudios», dijo Fátima, mientras cogía suavemente la pierna de su madre y la flexionaba, evitando con cuidado la hinchazón de su embarazo. Deslizó el paño húmedo hasta la espinilla. Ibou apartó la mirada, avergonzado en cierto modo. No es que nunca hubiera visto las piernas de su madre. Al igual que todos los niños pequeños, la había espiado en varias ocasiones y la había visto bailar al ritmo del sabar [24] y de los tambores del griot [25], perdiendo poco a poco los pagnes hasta quedarse con el último y exhibiendo su carnosa entrepierna. Más bien se sentía avergonzado de que ella se encontrara inerte y con los músculos flojos como si fuese una muñeca blanda de trapo.
–¿Cuándo sucedió? –preguntó en voz baja apartando la vista.
–Hace seis meses.
–¿Puede hablar?
–No –Fátima negó con la cabeza–, todavía no –agregó.
–¿Se pondrá mejor?
–Insha’Allah –dijo palmoteando alrededor de su abultado vientre como si estuviera transmitiendo también toda la voluntad de Dios para su hijo en camino. «Insha’Allah».
Una vez finalizadas las vacaciones de verano, Ibou regresó a los Estados unidos en contra de su voluntad. A su madre le quedaban pocos días de vida y sabía que si ella moría cuando él estuviese en el extranjero, a él le sería imposible llegar a tiempo para su funeral. Pero ellos no le permitirían quedarse. La universidad comenzaba en otoño y esta representaba el esfuerzo que todos estaban haciendo. ¿No había ofrecido Tío Thierno pagarle a Fátima los gastos universitarios cuando acabó el lycée [26] con altas calificaciones? Pues no. En cambio, su padre determinó que lo mejor sería usar ese dinero para el joven Ibou, enviarlo a una buena escuela católica donde pudiera aprender correctamente el francés y mejorar así sus posibilidades de éxito en el futuro.
–Fátima tendrá que esperar a casarse –informó su padre a la familia–. Ibou irá al colegio.
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«Je vous en prie» [27] dijo ella en francés y continuó en wólof,
«Por favor». Tenía la voz ronca. «Solo tú puedes ayudarle. Por favor ayúdale a que sea como tú. Haz lo que Tío Thierno hizo por ti. Mira tu suerte y cuánto éxito tienes. El éxito de uno es el éxito de toda la familia. El futuro de Babacar es el futuro de todos nosotros». Tiró de él para que la mirara, aferrándole y rasguñando su muñeca con su gran anillo al querer coger sus manos.
Él la miró durante un largo tiempo, pero no pudo sostenerle la mirada. No sentía miedo de lo que podría ver, sino más bien lo que Fátima pudiese ver, de aquellos sentimientos que no le importaba admitir, incluso para sí mismo. Muy en el fondo, Ibou sentía la obligación familiar como una ironía intolerable. Cuando su madre falleció en octubre, en su primer cuatrimestre universitario, un extraño distanciamiento nació en él. Nunca lloró su pérdida. Todo sucedió tan lejos, en otro tiempo, en otro lugar. En cambio, todos los recuerdos de su infancia se fueron cubriendo lentamente con un tono sepia, típico de las fotos antiguas, el tipo de fotos donde uno se mira pero no percibe conexión alguna con ellas. En algún momento del camino, Senegal había muerto para él. Todo era demasiado abstracto, demasiado alejado de su realidad cotidiana; la responsabilidad familiar pesaba sobre él, pero nunca se imaginó cuánto. ¿Cuántos años había estado fuera? había vivido la mitad de su vida en otro país, en otra cultura, donde los lazos familiares no estrangulan la cuenta bancaria de uno, ni sofocan los recursos emocionales de la gente. Deseaba sentirse aún más culpable. Ese sentimiento solo podría sentirlo si fuese una mejor persona.
–No puedo llevarlo conmigo. Realmente no puedo.
–Pero ¿por qué no?
–No puedo. No vivo de esa forma.
–¿De qué forma?
retiró sus manos y se reclinó hacia adelante apoyando su frente contra el asiento de Tío Djiby. Este tarareaba la música, lejano en su propio mundo.
–¿Qué sabes tú si esto es lo mejor para él? –preguntó oprimiendo su cara sobre la tapicería rasgada.
–¿Hay algo mejor entonces?
–¿No sabes que una vez que deje su hogar, nunca podrá volver?
Las manos de Fátima todavía seguían reposando cerca de sus muslos, las apartó de él y comenzó a girar su anillo sobre el dedo rozando la filigrana con el nudillo. ¿Por qué Ibou balbuceaba? Estaba confundida.
–Sé que el pasaje aéreo es caro, pero al menos, con suerte, podrá venir a casa cada cierto tiempo.
–¡No se trata del pasaje aéreo! Para ti todo es dinero, dinero, dinero. Yo no estoy hablando de dinero –giró la cabeza y le lanzó una mirada acusadora.
Fátima se quedó sin aliento ante la ola de calor, asfixiada por la ira que emanaba de él, al igual que los vientos del harmatán [28].
Ibou cerró los ojos con exasperación. Deseó que Ghada estuviera aquí para que pudiera hablar por él. Ella entendía esta dualidad insoportable del ser. Les explicaría que cuando él visitó Dakar, sus ojos fueron sensibles al polvo, a la higiene, a otras formas de vida. Cuando Fátima metió la mano en el tazón comunal para triturar con destreza las verduras de ceebu jen[29] con su ágil mano derecha, solo pudo pensar en la tierra que se escondía bajo sus uñas. Y, sin embargo, estaba siendo una buena anfitriona, mostrándole la hospitalidad típica senegalesa, la famosa teranga sénégelaise [30]. Sus dedos se movían rápido y un trozo de zanahoria aterrizó donde él devoraba su arroz. Tan pronto terminó con el arroz, Fátima le sirvió más, animándole a comer, comer, comer.
¡Delicioso! una excelente cocinera, pero ¿por qué nunca se tiraba de la cadena de la letrina correctamente? ¿Por qué había siempre restos de caca de otras personas flotando al lado de los pies de apoyo de la letrina? Empujó el trozo de la zanahoria con la lengua, evitando pensar en eso y deseó sentirse más culpable por pensar constantemente en ese tipo de situaciones. Pero no podía evitarlo. Ghada era más afortunada en ese sentido, era más cercana a su familia. Pero claro, su familia era diferente.
Cuando Ghada hablaba con su adinerada abuela por teléfono, lo hacía en un francés impecable. Luego él se burlaba de ella durante horas, parodiado su esnobismo y su acento entrecortado. La abuela de Ghada formaba parte de esa élite, una generación egipcia educada por los franceses. Se sentían más en casa en las amplias avenidas de París, que en las estrechas y sinuosas callejuelas de los barrios populares de El Cairo.
Fue un duro golpe en el pecho, como el índice rechoncho del Tío Thierno cuando quiere enfatizar algún comentario, algo que él sabía desde hace mucho tiempo, pero nunca quiso formalizarlo con palabras textuales: Ghada tenía una relación cercana con su familia gracias a que esta gran diferencia en el potencial de generar ingresos no existía entre ellos. El dinero une a la gente de la misma manera que la separa. Especialmente aquellas cosas intangibles que el dinero puede comprar, como los estilos de vida.
Su mente dio un vuelco. Estaba ahora a un paso de los acantilados, pero no podía alejarse de donde su mente le dirigía. Incómoda. La pobreza era muy incómoda. Conduce a la dependencia extrema, lo contrario a la autosuficiencia, que es exactamente lo que Ibou había estado tratando de conseguir durante todos estos años. ¿No se podía destilar los valores de América en la esencia de uno mismo… en la autosuficiencia, en el éxito propio, en el amor propio…?, propio, propio, propio… ¿En qué punto se cruzó con el egoísmo?
La nostalgia casi lo mata durante los tres primeros años en Maryland. Cada año resultó ser tan frío como el anterior, la nieve resplandeciente y el idioma que sonaba como las monedas que se agitan en una lata. Ambos parecían bonitos desde lejos, pero de cerca los encontró fríos al tacto. ¿Cuántos años tuvo que aprender a vivir lejos de su familia, a estudiar para no tener que trabajar todo el día en un supermercado y toda la noche como guardia de seguridad como Tío Thierno? ¿Cuál era el propósito de todo ese aprendizaje?
Eso fue lo que hizo, estudió. Sobre todo después de la muerte de su madre, el año que comenzó en el Community College [31]. No había vuelto a casa durante mucho tiempo después de eso, tal vez cinco años, y cuando lo hizo, acababa de empezar el segundo año de su primer trabajo, una empresa financiera de Nueva York en donde operaba con números, un trabajo como los que se ven en la tele. Llevaba traje y una luminosa corbata de seda amarilla. Leía el Wall Street Journal y se maravillaba con las flores frescas de la recepción de la planta 49 donde se encontraba su cubículo. Sabía que el costo diario de ese ramo podría alimentar a una familia de cinco miembros de la mitad de los países más pobres del mundo durante un mes. Incluso, se sentó para hacer los cálculos. Y llegó a una conclusión, ya tarde por la noche, mientras esperaba que la empresa de chóferes privados lo llamara y le avisase que un conductor inmigrante, de Europa del Este, estaba abajo –en la lujosa entrada de la empresa– esperando para llevarlo a casa. Era un simple proceso de conversión: él miraba los tipos de cambio y los umbrales de la pobreza de los países más pobres como Chad y Haití. Había barajado la idea de iniciar algún tipo de campaña, tal vez todas las empresas en los EE. UU. Podrían suprimir los ramos de los viernes y ese dinero ir a un fondo de alimentos para los países del tercer Mundo.
Su supervisor estaba muy impresionado con la idea y le dijo que hablase con alguien de recursos humanos. Se dirigió a una simpática señora rubia que le hizo saber lo abrumador que podría suponer la logística, las dificultades de crear un plan adecuado que no incluyera solamente la gestión del dinero recaudado, sino poder solventarse por sí mismo. Desalentado, se fue a casa y alquiló un DVD sobre unos extraterrestres que hacían volar a Nueva York por los aires.
¿Había cambiado? Ahora, un jarrón de flores no era más que un jarrón de flores. Ni más ni menos. Ya era demasiado tarde para regresar a casa.
–No creo que Babacar fuera… –una vez más su lengua se encontraba perdida en la nebulosa de la diferencia cultural–. … feliz. No, a largo plazo no se sentiría realizado.
Fátima inhaló con fuerza. Tío Djiby balanceaba su cabeza al ritmo de la música y se reía a carcajadas. «¿De qué se reía?» se preguntó Ibou. ¿Sería de él?
–¿Feliz? –su voz sonaba incrédula–. Por favor, hermano –empezó otra vez, el pragmatismo hundía sus palabras–. Cuando te enviamos a América, era por el bien de la familia. te enviamos para que pudieras estudiar por nosotros.
–No lo entiendes –negó con la cabeza.
«Nosotros». En América, solo era «yo». Las familias se reunían una o dos veces al año, en los días de fiesta. En Acción de gracias, tal vez en navidad. Compartían una copiosa comida juntos y luego veían la televisión, tal vez un partido de fútbol, o una comedia romántica. Luego sacaban partido a las rebajas navideñas. Ellos no pagaban la matrícula escolar de una docena de primos más jóvenes, o enviaban la mitad de su salario a su tío paterno para distribuirlo entre los miembros de la familia más necesitados. ¿Acaso se esperaba de ellos que criaran a un niño de once años en un apartamento de un dormitorio en el Upper East Side? negó con la cabeza. «No puedo hacerlo».
Fátima comenzó a enfadarse. Sus pies, calzados con las mejores sandalias que tenía, doradas y con joyas de bronce incrustadas en las correas, empezaron a sudar. «Pero tú también tuviste la oportunidad de ir. Si no hubiera sido por Tío Thierno, no estarías donde estás ahora. ¿Por qué le estás negando a Babacar la oportunidad que tú tuviste?».
–¿Por qué no podemos enviarlo a una buena escuela aquí? Si obtiene buenas calificaciones, tendrá la oportunidad de ingresar a una buena universidad en Estados unidos y yo le ayudaré económicamente.
–Aunque obtuviese buenas calificaciones, la rivalidad es feroz. Sería mejor que te lo llevases ahora que es un niño. Es difícil conseguir el visado de estudiante. C’est difficile dê!
–Tiene que haber una solución.
«Tú eres la solución». Pensó. Todos estos años ella había acompañado a Ibou desde el aeropuerto a casa y desde casa al aeropuerto. Esperaba allí a que llegara y luego esperaba a que su avión despegase. Despedía con la mano a la nave, mientras se esfumaba, sabiendo que él no podía verla desde las pequeñas ventanas circulares, hasta que el avión entrase en otra estratosfera, en algún lugar cerca de las estrellas. A un sitio donde ella nunca podrá ir. Excepto en su imaginación. Ella debía permanecer aquí porque si no lo hacía, según bromeaba Maimuna, ¿quién quedaría? todos no pueden estar allí, si no, no habría un «aquí». Pero donde ella no puede ir, Babacar sí podrá. Y lo hará.
–«Tú» eres la solución –dijo ahora.
–No puedo llevarlo a vivir con nosotros. Es imposible.
–Por favor, piensa en la familia. Si Babacar tiene la oportunidad de ganar dinero, él se ocupará de todos nosotros.
–No se trata de la familia. No puedo sacrificar mi vida, la de Ghada, nuestro tiempo. Babacar no será feliz. Créeme. Debería quedarse aquí e ir a una buena escuela. Es lo mejor –luego añadió precipitadamente–, no puedo alimentar a la mitad del mundo.
–¿Por qué aquellos que se aprovechan de la bondad de los demás, atesoran su éxito solo para sí mismos? –su voz era estridente, aguda. Pero por dentro pensaba que Ghada era la culpable: ella había hecho que Ibou fuese más amargo que la última ronda de ataya.
–¿Me estás llamando egoísta? Después de todo lo que hago por esta familia cuando apenas puedo…
Fátima se asomó por la ventana abierta y escupió para limpiar su paladar. Un glóbulo gelatinoso del escupitajo aterrizó en algún lugar de la oscuridad. Deseaba desesperadamente un poco de agua para limpiar las duras palabras que se habían macerado en su lengua. Extinguiendo su último ápice de control, dijo en voz baja: «Ibou, eres un buen hombre y un buen hermano y no nos has olvidado. Lo que te estoy pidiendo ahora es para el bienestar de toda la familia. Es por unos años, hasta que sea lo suficientemente mayor como para vivir por sí mismo. Solo tú tienes los medios para cuidar de él hasta ese momento».
Tío Djiby frenó de repente y se subió a la acera. Estaban en el aeropuerto. Los tres salieron del coche. El equipaje fue colocado en un carro destartalado que se torcía todo el tiempo hacia la izquierda. Ibou se volvió hacia Tío Djiby, sacando la mano en señal de despedida. Pero los ojos enrojecidos de Tío Djiby se posaron brillando en él.
–No, no Americain Boy, solo voy a aparcar el coche.
–No es necesario que entres –dijo Ibou.
–No, nos despediremos en la salle de départ… [32] –murmuró Djiby, metiéndose otra vez en el coche.
Ibou no respondió, simplemente asintió con la cabeza y empujó su carro hacia al bullicio. Fátima intentó retener una mano en el mango del carro para demostrar que estaba ayudando pero Ibou caminaba más rápido que ella. Se dio por vencida y se quedó atrás, sonriendo en tono de disculpa a las personas que él inconscientemente rozaba al pasar. Ibou encontró un lugar en la cola de facturación y permaneció allí en silencio. Repasó las hojas de su pasaporte, un pasaporte americano azul oscuro, y retiró la única hoja ligera de él, su billete electrónico de regreso. Fátima observó a su hermano desapasionadamente.
–¿Dónde está el tío Djiby? –preguntó finalmente, rompiendo el silencio que los amarraba en un nudo de palabras tácitas. La cola fue avanzando poco a poco.
–Estará a punto de llegar. Se habrá encontrado con algún taxista amigo suyo.
Llegaron al mostrador de Air France. El hombre miró la cara de Ibou, luego a su pasaporte estadounidense y se dirigió a él titubeando en inglés. Ibou respondió con énfasis en wólof, «Soy senegalés».
«Bien sûr –por supuesto–», dijo el hombre rápidamente, pero respondió en francés, para enfatizar la posición social de Ibou. Su comunicación continuó en francés, cuestiones formales, básicas, cuál era la puerta de embarque y cómo localizar el equipaje despachado con su ticket.
Fátima se quedó a un costado con el ordenador portátil y el equipaje de mano mientras a él le entregaban su tarjeta de embarque. Guardó su pasaporte con cuidado mientras ella observaba el azul oscuro de su color, casi igual al de sus jeans. ¿Debería preguntarle otra vez? ¿Qué tocaba hacer ahora? Tenía la garganta reseca; las palabras florecían en su cabeza pero luego se marchitaban en su lengua inflamada.
Ibou se quitó la gorra y se pasó la palma de la mano sobre su cabeza afeitada. Volvió a colocársela y miró a su alrededor, «¿Dónde está el Tío Djiby?».
Fátima intentó hablar pero solo pudo asentir con la cabeza. Quería decir con ello que él llegaría en cualquier momento pero sus palabras se atascaban, como si un hueso de pollo le rozase la garganta. Entonces repentinamente, habló, pero no dijo lo que tenía previsto. En cambio dijo, «Yo soy la que espera siempre y observa a aquellos que regresan y se van. Yo soy la que siempre se queda atrás, para que tú puedas partir».
Ibou la miró durante un largo tiempo, con sus radiantes ojos y su mandíbula suelta, la boca, ligeramente abierta. Parecía estar sin aliento. Por último, negó con la cabeza sin comprender. Incluso Fátima no estaba segura de lo que había querido decir. Era solo una sensación, un presentimiento gomoso similar a la grasa de la carne de res. Podía masticarla y masticarla pero parecía que nunca se iba a romper e incluso si la tragase, dudaba de que sus intestinos pudieran digerir.
Se quedaron allí, delante de la máquina de detección de metales. Los acompañantes se despedían de los pasajeros deseándoles un buen viaje, abalanzándose sobre ellos. El sistema de megafonía anunciaba mensajes confusos. Parecía como si el mundo entero estuviera vibrando a excepción de ellos dos, un hermano y una hermana, todavía encerrados en el círculo de su propio punto muerto.
Ella sabía que podía suplicar, rogar, invocar a Dios y a su difunta madre, podía sollozar y llorar y quitarse el fular de la cabeza para presionarlo contra sus ojos.
Pero no hizo nada de esto. En cambio, su anillo le daba vueltas en el dedo, raspando su seco nudillo y dejándolo blanco pálido.
La cuenta atrás llegó a su fin. Tío Djiby no apareció.
Ibou miró su reloj. «Me tengo que ir…». Su voz se fue apagando. Ella solo pudo asentir con la cabeza.
«Adiós», dijo. «Gracias por todo». Torpemente, la abrazó con los hombros rígidos y luego se volvió rápidamente y se perdió entre la gente que colocaba su equipaje a través de la máquina de rayos X. Cogió su equipaje de mano y lo colocó sobre la cinta del escáner. Después se quitó el reloj, el iPod y el móvil, y los colocó en una bandeja junto con su ordenador portátil. Se situó delante del detector de metales. Cuando el oficial le hizo un gesto para que continuase, él dio un paso hacia adelante y atravesó la estructura metálica, atrapado por un segundo entre el límite que separaba su mundo y el de ella, contrastando contra la luz brillante del otro lado. El tiempo se consumía; Fátima contuvo el aliento. Ibou ya se encontraba del otro lado, en un mundo al que ella nunca tendría acceso. Él la miró y alzó su mano.
Luego desapareció. Su hermana esperaría hasta que el avión despegase.
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[1] Túnica sin mangas y holgada con abundantes decorados y muy luminosa. Es utilizada mayormente en Nigeria y Senegal para ceremonias religiosas especiales y diversos festivales islámicos. (N. del T.)
[2] Ceremonia de infusión de té verde con menta que se endulza paulatinamente en cada ronda. La primera muy amarga y la última muy dulce. El primer té es «amargo como la vida», el segundo «duro como la vida» y el tercero «dulce como el amor». (N. del T.)
[3] Fruto del árbol sagrado baobab el cual es conocido popularmente como árbol botella, árbol invertido o pan de mono. La pulpa de su fruto es utilizada principalmente en la preparación de bebidas, helados o batidos (N. del T.)
[4] Género de música africana popular que se desarrolla en Senegal y Gambia, principalmente por grupos de la etnia wólof. Significa «ritmo» en lengua wólof. Ha ido evolucionando con distintos estilos, como la Salsa Mbalax o el Rap Mbalax. (N. del T.)
[5] Varita de madera utilizada para la higiene bucal. (N. del T.)
[6] Capital de la región Kaolack en Senegal. Es también un puerto sobre el río Saloum en donde se comercia con cacahuetes, pieles, cervezas y pesca. (N. del T.)
[7] «Si Alá» o «Dios quiere». Término árabe para indicar la esperanza en que un acontecimiento, ya mencionado, ocurra en el futuro, si tal es la voluntad de Dios. (N. del T.)
[8] Comida nocturna con la que se rompe el ayuno diario durante el mes islámico del Ramadán. El Iftar durante el Ramadán se hace de manera comunitaria, con grupos de musulmanes que se reúnen para romper el ayuno. Tradicionalmente, un dátil es el primer alimento que se consume al romperlo. (N. del T.)
[9] Ser fantástico de la mitología semítica. Por lo general son invisibles, pero pueden adoptar diferentes formas (antropomorfas, plantas o animales) y tienen la capacidad de influencia espiritual y mental sobre el ser humano. Usualmente transcrito del árabe como jinn o djinn que significa «Genio» en español. (N. del T.)
[10] Instrumento de cuerdas tradicional propio de la cultura mandinga cuyo sonido se asemeja al arpa. Está formada por media calabaza hueca cubierta por piel de gacela, palillos tallados y veintiuna cuerdas de diferentes calibres divididas en tres grupos de siete cuerdas. Según la tradición de la cultura mandinga, cada grupo de siete cuerdas está relacionado con la etapa de la niñez: el primer grupo tiene la función de ayudar a recordar el pasado; el segundo grupo de cuerdas estaría relacionado con la revelación de los aspectos importantes del presente; el tercer y último grupo de cuerdas representa el futuro y la posibilidad de evocarlo (N. del T.)
[11] En lengua wólof: «quiero decir», «me refiero». (N. del T.)
[12] Postre del África Occidental elaborado a base de cuscús, yogur y pasas. (N. del T.)
[13] Es una de las diecinueve ciudades del condado de Dakar. Pertenece a la región de Gran Dakar. (N. del T.)
[14] Aprendiz. (N. del T.)
[15] Bebida típica de los países de África Occidental elaborada a base de hibisco. Conocida por sus propiedades energéticas, tonificantes, digestivas y diuréticas. El ingrediente principal del bissap es la flor de hibisco rojo. (N. del T.)
[16] Postre clásico de Senegal y Mauritania que consiste en una cuajada servida sobre una base de gachas de mijo. A diferencia de Mauritania, en Senegal se le añade leche condensada y frutos secos. (N. del T.)
[17] Postre clásico de Senegal y Mauritania que consiste en una cuajada servida sobre una base de gachas de mijo. A diferencia de Mauritania, en Senegal se le añade leche condensada y frutos secos. (N. del T.)
[18] Franco CFA. Moneda utilizada en Senegal. (N. del T.)
[19] Tiempo de calidad. (N. del T.)
[20] Neologismo inglés para cool: guay; fine: bueno; y nice: bonito, agradable, mono. (N. del T.)
[21] Piel de cordero curtida. (N. del T.)
[22] Tabasky, Eid al Adha o Aid al-Adha es la festividad mayor de los musulmanes conocida como «La Fiesta del Cordero» que conmemora el
pasaje recogido tanto en la Biblia como el Corán, en el que se muestra la voluntad de Abraham (Ibrahim) de sacrificar a su hijo como un acto de obediencia a Dios, antes de que Dios interviniera para proporcionarle un cordero y sacrificara a este animal en su lugar. (N. del T.)
[23] ¡Qué difícil! (N. del T.)
[24] Instrumento de percusión. Suele tocarse con una mano y una baqueta o palo. Originalmente, el sabar se utilizaba para facilitar la comunicación con otras localidades vecinas. (N. del T.)
[25] Narrador de historias de África Occidental. El griot cuenta la historia de la forma que lo haría un poeta, un cantante de alabanzas o un músico vagabundo. Un griot es el comunicador de la tradición oral. (N. del T.)
[26] Instituto, secundaria. (N. del T.)
[27] Te lo ruego. (N. del T.)
[28] Viento de África Occidental frío, seco y polvoriento. Sopla al sur del Sáhara hacia el golfo de Guinea entre el fin de noviembre y mitad de marzo. (N. del T.)
[29] Ceebu jen o thieboudienne es un plato tradicional de Senegal. Se trata de un plato de pescado, arroz y salsa de tomate. Entre otros ingredientes se emplea cebolla y aceite de cacahuete. (N. del T.)
[30] Hospitalidad Senegalesa. Senegal es conocido como el país de la Teranga, palabra wólof que significa el país de la hospitalidad. La Teranga Senegalesa, incluye aspectos como: saludos, la ceremonia del té o Ataaya (en wólof), o invitaciones para comer o dormir. (N. del T.)
[31] Grados asociados de dos años de estudio. (N. del T.)
[32] Sala de embarque. (N. del T.)
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* Melissa Tandiwe Myambo. Nacida en Zimbabue, es Doctora por la universidad de Nueva York y fue becaria de investigación postdoctoral en la universidad de ciudad del cabo y becaria postdoctoral y ayudante de cátedra de la universidad de california, Los Angeles (UCLA).
Jacaranda Journals es su primera publicación, una colección de relatos cortos interconectados que se desarrollan en Harare y que reflejan la diversidad multicultural de Zimbabue. En 2012 fue seleccionada para el Premio Caine de Literatura Africana –el galardón más prestigioso del continente– por su relato «La Salle de Départ», incluido también en su colección de relatos cortos en formato electrónico y con fines benéficos, {Parenthesis}, donde nos encontramos con distintas historias de personas que se ven obligadas a desplazarse. Tandiwe Myambo ha participado también en la antología de escritoras contemporáneas africanas, Open Spaces, con su relato «Deciduos Gazettes». Actualmente reside en Nueva York.
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Coedita:
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Con la edición de esta Colección de Literatura, Casa África se marca como objetivo dar a conocer las voces de escritores africanos, tanto los considerados clásicos como los emergentes, y acercar al lector español e hispanohablante obras emblemáticas de las letras africanas.
Luis Padrón – Director general de Casa África
© Las autoras (de los textos)
© Federico Vivanco (de la selección, traducción y el prólogo)
© Baile del Sol (para esta edición)
© Leticia Jiménez (de la ilustración de cubierta)
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