No será posible comprender esta decimotercera Bienal de Dakar sin considerar la edición precedente, la de 2016, pues ambas son las dos caras de una misma moneda, los dos elementos de un proyecto concebido como un «díptico» por su director artístico, Simon Njami. Las dos completan una idea o, quizás mejor expresarlo así, una narración que dialoga y que se inscribe en la Historia con mayúscula, aunque sea aún cuestión de algún tiempo que la comunidad artística termine de entenderlo plenamente. Si en 2016 tratábamos de captar la atmósfera que envuelve a la capital senegalesa durante el evento, esta vez intentaremos concluir discerniendo las implicaciones de estas Dak’Art que, sin lugar a dudas, serán siempre recordadas.
Constantemente se acusa al arte contemporáneo de ser excesivamente conceptualista. La escala de una bienal -aún más, de una celebrada en suelo africano- le impide salir indemne de críticas. Entre las muchas que se han lanzado, está irónicamente la queja por falta de explicaciones escritas en las diversas exposiciones de esta Dak’Art, titulada «La Hora Roja». Pero el rojo cuenta con la ventaja de servir como referencia simbólica inagotable. Un color que no deja indiferente; sugiere peligro, urgencia, pero también pasión, desenfreno y al mismo tiempo crepúsculo o rubor. Representa la nobleza y, en otro orden, la sangre. Independientemente de su profundidad intelectual, cualquiera puede evocar sentimientos a partir de un sencillo pigmento al entrar en el antiguo Palacio de Justicia de Dakar.
Es evidente que toda la fuerza de estas ediciones proviene de él. Es imponente por fuera, pero acoge con sorprendente calidez en la intimidad de su vasto espacio. Como un ente autónomo, aunque no humano, el antiguo tribunal parece respirar con alma propia a cada paso con que se lo recorre. Abandonado durante décadas a ser pasto de fantasmas y de cabras, es hoy el edificio que cobija la muestra internacional de la Dak’Art, en su morada al umbral del Cap Manuel.
Nada en esta bienal parece haber sucedido por casualidad, ni siquiera la elección del lugar. Primero jurista y, después, tras varias ocupaciones, reconvertido en comisario de arte -«por un simple accidente«, nos precisa- Simon Njami se empeñó en 2016 en sacar de su sueño milenario a esta especie de Cthulu arquitectónico que, aún entonces, guarecía expedientes de procesos civiles y penales, yaciendo por sus suelos, que el fotógrafo Antoine Tempé inmortalizó en una bella serie. Pasaban exactamente cincuenta años del primer Festival Mundial de Artes Negras, cuya exhibición también se había celebrado en el Palais, y que había tenido lugar por iniciativa del primer presidente, Léopold Sedar Senghor.
Destino o intención -probablemente ambos-, el caso es que Njami ya había publicado una biografía del «presidente-poeta» tras años de relación casi filial con el mismo. Dak’Art 12 se titularía precisamente «La Ciudad en el Día Azul«, extracto de un poema de Senghor. Se trataba del sueño vivido con las independencias de los países africanos durante esos luminosos años sesenta. El director invitaba a «rencantar el mundo» y reclamaba un linaje narrativo o histórico, tanto a través de la temática como del espacio. Desafiando y superponiendo dimensiones de temporalidad, al final de ese día azul, en la última de esas 24 horas, llega, 24 meses después, la hora decisiva, «La Hora Roja» que da nombre a esta Dak’Art de 2018.
Un minuto demasiado pesado y demasiado bello
pesa en mí desde hace mucho tiempo
(…)
Yo soy la hora roja, la hora
roja desatada.
Yo soy la hora de las nostalgias,
la hora de los milagros».
Quien habla en este fragmento es un esclavo al borde de una encrucijada en la que decide arriesgar su vida para alcanzar su libertad. El texto en el origen de la «Hora Roja» es, esta vez, del escritor y político martiniqués Aimé Césaire, el otro ideólogo del concepto de Negritud. Más que amigos, Césaire y Senghor llegaron a forjar un vínculo fraternal. Se antoja una inflexión natural el dedicar su segunda bienal dakarense a esta otra figura que, como los gemelos en algunas cosmogonías en África, completa a su hermano y representa la creación. Se remata así una muestra en dos ediciones y desde dos perspectivas que, seguramente, tengan que ver con esos momentos supuestamente antagónicos de la ideología de Senghor, que Njami resalta en el prefacio de su biografía: la defensa de su africanidad y el alegato por el «universalismo».
Y así, mientras que la edición de 2016 estaba más centrada en posicionar la creación artística africana, la presente ha implicado más consecuentemente a artistas del continente de Césaire, incluyendo en la muestra principal un mayor número de obras llegadas de América, con un foco en la diáspora. Es, claramente, un salto en pos del carácter internacional de la Dak’Art, signo de la voluntad de hacer que esta bienal se establezca como una cita relevante, más allá de las fronteras del dudoso concepto de «arte africano». En la misma dirección va el gesto de ampliar y diversificar el grupo de comisarios invitados, ya desde la edición de 2016. Con curadores de todo tipo de horizontes geográficos, el museo IFAN (Instituto Fundamental de Artes Negras), que anteriormente había sido utilizado como espacio de la exposición principal, se ha enriquecido considerablemente en cuanto a calidad de planteamientos.
Valga como ilustración y argumento: es muy posible que la Dak’Art haya recibido por primera vez una exhibición íntegramente dedicada a la instalación sonora. Es el caso de la propuesta «Canine Wisdom for the Barking Dog», comisariada por el camerunés Bonaventure Soh Bejeng Ndikung y que rinde tributo al etnomusicólogo egipcio Halim El-Dabh. El IFAN ha albergado asimismo la muestra «La Hora Azul», compuesta por artistas nórdicos, bajo la curadoría de la sueca Marianne Hultman, que explora el exotismo del Norte global cuando es visto desde el Sur, un giro de tuerca completo a las perspectivas predominantes, dentro y fuera del mundo del arte. Desde la apertura de la casa-museo del desaparecido Ousman Sow a la exposición «Mon Super Kilomètre», imbuida en pleno mercado callejero de la Gueule Tapé, la hetereogeneidad de muestras fluye entre el programa oficial (o IN) y los más de 320 proyectos independientes amparados bajo el cartel del OFF. Un síntoma de que el camino emprendido anteriormente para abrir la cita a un mayor público está sólidamente pavimentado. Sin embargo, los reproches no se dejan desear, especialmente cuando provienen del sector cultural senegalés, y una de las críticas más aceradas cuestiona la verdadera nacionalidad de los artistas y los comisarios (menos africanos que afrodescendientes reclamando y queriendo contar África en el lugar de los propios africanos), así como de las estructuras expositivas que encuentran hueco en la bienal, muy a menudo dirigidas por occidentales.
Quizás sea necesario dirigirse una vez más a un rótulo para entender más profundamente las intenciones que subyacen a todo el proyecto. De nuevo apoyándose en una personalidad central del pensamiento decolonial, Njami ha englobado la muestra del Palacio bajo el hilo conductor «Una Nueva Humanidad», referencia manifiesta al «Hombre nuevo» de Frantz Fanon. Ese nuevo humanismo es resultado de un proceso de emancipación, política pero también -y, sobre todo- psicológica, de un percurso hasta el estado de conciencia plena, como en el proceso de Alquimia al cual hace explícita mención el director artístico. Se trata del último de los niveles hasta la «Gran Obra», el «rubedo» u obra en rojo por el cuál se obtiene el saber supremo, que no es otra cosa que el estadio de verdadera libertad del ser. Sin olvidar la defensa de Fanon a la violencia como herramienta contra la dominación, esta muestra invoca una fuerza más poética o literaria que física. Para quienes ponen en duda el carácter insurgente, se pone aquí en práctica una violencia de igual o mayor intensidad, pues conlleva el desgarro del grupo de ese individuo que toma conciencia y que, por consiguiente, debe desmarcarse para pensar por sí mismo. Esa nueva humanidad, guiada desde los márgenes geopolíticos del mundo, es por ejemplo la del ser colonizado que pasa de un sueño «azul», un proyecto político común roto (las brillantes independencias) para constituir un grupo de individuos plenamente responsables, que piensan activamente y no solo se limitan a responder o rechazar la condición de colonizados y a colocar las responsabilidades en las elites corruptas, fuera de sus propias potencialidades.
Tomar las riendas del propio destino, tanto en cuanto sociedad como en cuanto individuo, es una actitud radicalmente subversiva. En ella se basa toda la teleología de esta Dak’Art cuyo mensaje a la posteridad, si no hoy, con el tiempo, acabará siendo comprendido.
Fotografía de portada: «Malaïka Dotou Sankofa», de Laeila Adjovi (detalle).
Galería de Fotografías: Ángela Rodríguez Perea.