«Carboncillo».
«Dibujaba, como todos los niños, con la diferencia de que a mí se me olvidó parar«. Dibujó y dibujó, y mezcló el dibujo con la animación, la escultura, la escenografía y la instalación. Hasta ser hoy Caballero de las Artes en Francia o ganador del Kyoto Price, entre otros. Este 2017 es la hora del Premio Princesa de Asturias de las Artes, otorgado en Oviedo por un jurado que declaraba que la obra del sudafricano «representa la contribución más destacada del continente africano a la creación artística contemporánea con proyección mundial». Algunos lo han llamado el Picasso sudafricano, aunque sus obras impregnadas de oscuridad y sueños como reflejo de la interioridad humana recuerdan más a los Caprichos de Goya, por quedarnos en un ejemplo español. Linda Givon, fundadora de la mítica Goodman Gallery, lo calificaba como «un genio y un caballero», eso a pesar de haberlo visto crecer, desde aquellos días en que visitaba la galería junto con su familia.
William Kentridge nació en 1955 en Johannesburgo, ciudad de la que jamás se desvincularía, en el seno de una familia judía de origen europeo. En pleno apartheid, su mundo era blanco, con colegios segregados, oficinas segregadas y hasta playas segregadas en los que los negros no soñaban ni con poner un pie. Ante esta realidad esquizofrénica, también algunos blancos se revolvían, unos emigrando, otros luchando desde dentro del país. Esto último fue lo que hicieron los padres de Kentridge, eminentes abogados de la época. Sir Sydney Kentridge, padre de William, es famoso por haber representado a la familia del activista Steve Biko y también a algunos remarcados miembros del partido ANC.
De su infancia, el artista rememora un descubrimiento que lo marcaría para el resto de su vida, a él y a su producción artística. Tenía seis años; como el niño curioso que era, se acercó al escritorio de su padre donde había una caja amarilla. La abrió pensando que contendría bombones pero lo que encontró le supuso un shock: eran fotografías que mostraban cuerpos muertos yaciendo en medio de una carretera. Se trataba de unos manifestantes negros sobre los que la policía había disparado y en cuyo caso trabajaba su padre. Aquello «hizo que empezara a ver el mundo de una manera diferente«, cuenta, un lugar en el que podían acontecer cosas horribles. Esas imágenes volverían décadas después a sus dibujos, de manera muy explícita y como un homenaje en la animación «Felix in Exile», cuyo protagonista va errando y transmite el mensaje de que «el mundo es demasiado complicado. La única manera de retirarse de él es aniquilándolo y buscando una especie de paz doméstica«. Pero de momento, el niño William no tenía la idea de dejar de explorar el mundo.
Con tres años, decía que de mayor quería ser un elefante.
Con quince años, quería ser director de orquesta. Hasta que alguien me dijo: Pero, ¿tú eres consciente de que para eso tienes que saber leer música?
Las dos cosas eran sueños igual de imposibles.
Kentridge estudió Ciencias Políticas y Estudios Africanos, pero se lanzó a su pasión, las artes visuales, mientras combinaba con los grupos de teatro en los que formaba parte desde la universidad. «Me aconsejaron que me especializase y acabé decidiendo que no podía ser artista«. Cerró su estudio y pensó en ser actor. Se mudó a París para estudiar en la escuela de artes escénicas pero al cabo de menos de un año estaba claro que tampoco era lo suyo. De vuelta en Johannesburgo consideró la idea de hacerse realizador de cine, pero aquello tampoco acabó resultando. Mientras tanto, William Kentridge seguía implicado en los dibujos, el teatro y el cine, pensando que acabaría trabajando en una empresa cualquiera.
Un amigo me dijo: «Entiéndelo, ahora tienes 30 años. No tienes ninguna experiencia profesional. Nadie te va a dar trabajo. No eres ‘contratable’. Acaba con esta ilusión de que vas a encontrar otra vida. Dibuja o nada, pero acepta que esto es lo que estás haciendo.
Y en ese momento me dije a mí mismo: «Está bien. Soy – Un – Artista.»
El resultado fue un artista en el que se mezclan sus incursiones en otras disciplinas: dibujos que se vuelven películas, películas proyectadas en el teatro, su figura sobrepuesta en sus dibujos, performances en las que roza el papel de actor… El día en que por fin aceptó su condición, allá por los 80, estaba muy influenciado por artistas sudafricanos negros, muy especialmente por la obra figurativa de Dumile Feni, que utilizaba principalmente carboncillo, el material estrella en la obra de Kentridge.
«Con el color, el problema es que toda la obra está al servicio del color«, confesaba en una ocasión. El ejercicio del color le hace perder tiempo, enfocar la energía en las gamas y tonalidades, por ello prefiere la rapidez y la naturaleza efímera del carboncillo, que permite pensar a la vez que se crean formas y también se puede borrar. Dibujar con carbón, dice, es un ejercicio que se asemeja a la escritura, aplicando negro sobre fondo blanco.
El carboncillo es además el material con el que crea la base para retratar su omnipresente ciudad, su musa, Johannesburgo. Kentridge percibe el paisaje alrededor de la metrópolis como una naturaleza «obstinada y cabezota» y también «estúpida«, muy alejada de los cuadros bucólicos y exuberantes, una especie de carboncillo en sí misma. Le fascina también la historia urbana de la ciudad, repleta de sombras como sus fronteras raciales internas y la perversidad económica de ese «suelo repleto de oro por debajo«, en el que las minas explotan a las clases bajas, a los negros y a los inmigrantes. Es también el escenario sobre el que pasean sus personajes y alter-egos, como Soho Eckstein, el hombre que «compró la mitad de Johannesburgo» y que fue inventado por el artista en un sueño, en un uso sublime de la intuición como fuerza creadora.
Kentridge es conocido precisamente por la reflexión que hace sobre su propio proceso creativo. Lo ha expuesto y explicado en conferencias, como en una interesantísima clase magistral titulada «Pensamiento periférico» en la que explora los caminos por los que deambula hasta llegar a la obra final. Un procesamiento no linear, que huye de lo premeditado y confía en el hemisferio derecho y la inducción y que nos recuerda a Dalí y su libro «El Mito trágico del Angelus de Millet», donde el catalán desgranaba el método paranoico-crítico apoyado enteramente en la intuición y el mundo del psicoanálisis. Las obras de Kentridge no retratan el mundo externo ni tampoco el interior del artista: son más bien reflejos del «estudio», del taller, que queda plasmado a través del material que utiliza para trabajar y que deja entrever en los trabajos: recortes de revistas y periódicos, esbozos de lo que ve a través de su ventana, la figura del propio artista leyendo textos o recitando divagaciones.
Aunque el jurado del Premio Princesa de Asturias ha destacado su compromiso contra el apartheid, una postura política en la que claramente ha estado siempre, Kentridge se revela contra el posicionamiento político en el arte. Dice de las obras políticamente comprometidas que están predefinidas desde antes de ser creadas, justo lo contrario a su forma de trabajar. «Hay un imperativo a ser claro, a no ser ambiguo, a expresarse con un eslogan. Y ahí es donde yo resisto». Porque, siguiendo con esta línea de pensamiento, las posiciones políticas que deliberadamente eligen no ser ambiguas, en última instancia son «autoritarias». He aquí un artista libre, al que el escritor Andrew Solomon bautizó como «el santo patrón de la ambigüedad«.
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