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cultura africana contemporánea

El cómic, el refugio de una identidad dividida

Los libros de Kamel Khélif no fueron concebidos para leerlos una día cualquiera. No es lo primero que tomamos entre las manos un día caluroso de playa ni tampoco lo que nos atraparía en una tarde apacible de invierno. No tienen ese poder de seducción inmediato de las publicaciones confeccionadas a medida para encandilar desde el primer contacto. Hojeamos las páginas con detenimiento, nos fascinan sus ilustraciones, pero pasados unos segundos lo abandonamos en la estantería sin fecha de rescate. No es desinterés lo que nos asalta, sino la sospecha de que el libro nos sacudirá de arriba abajo en cuanto pasemos la primera página. Con un simple vistazo sabemos que Khélif hurga el pincel donde más duele. Vemos borrones en blanco y negro retratados con una gravedad que triplican de repente el peso de una obra de cincuenta o setenta páginas.

Para quien vive condicionado por la pertenencia a dos orillas, la identidad es tan difusa como las estampas de Kamel Khélif. A él, como a otras muchas familias argelinas, le tocó abandonar su país en busca algo mejor a lo que ofrecía su tierra natal. Todos sus compatriotas comparten una serie de imágenes comunes que con el tiempo se convertirían en marcas visibles del desarraigo. La fila interminable de personas con su equipaje aguardando un sello en el pasaporte, la búsqueda de una casa de madera y cinc en los barrios de chabolas de la periferia de las grandes ciudades de Francia, el descubrimiento del silencio de la nieve. Todas esas vivencias personales, la experiencia migratoria de Argel a Marsella con tan solo cinco años, son evocadas por Khélif en el álbum Premier hiver (Primer invierno, Editorial Grandir, 2012). Con esta obra, dirigida a un público adolescente, trata de explicar los orígenes de la inmigración magrebí en Francia realizando una retrospectiva histórica necesaria para los miles de jóvenes que décadas más tarde tropiezan con los mismos dilemas identitarios. Khélif construye un retrato íntegro del barrio de Saint-Marthe, actual distrito número 14 de Marsella, un lugar “sin fundación ni memoria”, según el artista. Rechaza por completo ofrecer cualquier tipo de concesiones en el lenguaje que resten sinceridad a su discurso por el simple hecho de dirigirse a lectores más jóvenes. El autor afirma que en su juventud no conoció esa segregación entre la edad adulta y la infantil tan propia de la sociedad actual, al tiempo que no entiende que haya temas que convenga evitar para no dañar la sensibilidad de los niños, como la muerte. Como si morir no formase parte de la esencia del ser humano, como reír o llorar.

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Excepto en Premier hiver, donde el artista recupera un estilo pictórico más próximo al que utilizaba durante su adolescencia con predominio de los tonos fríos, en el resto de su obra domina la combinación del negro, del blanco y del gris. Su obsesión por los tonos mustios no es nueva, en su primera etapa impregnaba sus dibujos de tonalidades apagadas que se inspiraban en los cuadros de maestros del barroco como Caravaggio o Rembrandt. Se sirve de carboncillo, de tinta china, de ceras y lápices para mezclarlo todo y dotar a la historia de una atmósfera oscura, pues los recuerdos dentro de su cabeza tienden a representarse en blanco y negro. Sus composiciones dan rienda suelta a lo inacabado, a los silencios de los espacios en blanco, a la reflexión en la oscuridad de la noche, a la interpretación subjetiva de cada uno. No hay segundas partes, próximos capítulos o segundos volúmenes, son obras cerradas de principio a fin que tratan de la infancia, la juventud y el presente de una existencia marcada por el desasosiego que vibra dentro de quien se ha visto forzado a emigrar. Para Kamel Khélif el papel es una tercera patria, un espacio de refugio sobre el cual no tiene que dar explicaciones de origen, acento o pertenencia.

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Hace más de veinte años que el artista vive en el barrio de Noailles de Marsella, el suburbio árabe de la ciudad, lugar que le permite sentirse en Argelia dentro de Francia gracias a la gastronomía, a las voces o a la fisonomía de los vecinos. En él se desarrollaban varias de sus creaciones principales, como su ópera prima Homicide (Homocida, 1995), en la cual el autor sigue los pasos de un inmigrante clandestino que acaba de llegar a Marsella y sortea las avenidas más transitadas para evitar problemas con la policía. En Les éxilés, histoires (Los exiliados, historias Éditions Association Daw Amok, 1999), trabaja en conjunto con el poeta argelino Nabil Farès, y nos traen diferentes historias relacionadas con el exilio. En la magnífica novela gráfica Ce pays qui est le vôtre (Ese país que es el vuestro, Éditions FRMK, 2003), Noailles es el escenario del primer libro en el cual Kamel Khélif se convierte también en autor de los textos. Tardó diez años en finalizar este trabajo, diez largos años para enfrentarse a los fantasmas del pasado y describir su paso por la cárcel por una falsa acusación de violación. En la portada del libro aparecen una sucesión de rostros difuminados mirando al frente, simulando la típica serie de fotografías de prisioneros. Debajo de los retratos se distinguen varios nombres desperdigados, “Naguib, Rachid, Yacine, Clément, Mourad, Roty”, casi todos los de origen musulmán. Rostros por un lado, nombres por el otro. La identidad partida entre dos, la cárcel como lugar donde el ser humano pierde toda referencia sobre su esencia. Esta obra fue calificada por algunos críticos de cómics como uno de los diez mejores álbumes de la década de 2000.

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Kamel Khélif fue diseñador industrial, animador cultural y mecánico antes de dedicarse profesionalmente al mundo del arte. A pesar de su dilatada producción sigue siendo desconocido en Francia, un país donde la novela gráfica tiene una especial aceptación. Quizá la falta de linealidad narrativa en sus historias, la peculiaridad de unos dibujos alejados por completo de la viñeta al uso y la tendencia a alejarse de lo meramente figurativo, sitúen sus libros en obras apreciadas tan solo por una minoría. Ninguno de ellos ha sido traducido al español y apenas existen referencias sobre su obra en castellano. Aunque la lengua no es excusa para apreciar el trabajo de alguien que dibuja hasta con un poco de café en un pincel. Los dibujos de Khélif se encuentran a menudo en espacios expositivos de referencia. Su última presentación más aplaudida fue un encargo del fotógrafo estadounidense Jim Golberg que fue expuesto en la Tate Modern de Londres. Monozande, un libro escrito y diseñado por el artista argelino, cuenta la historia de un joven congoleño dado por muerto tras recibir un machetazo en la espalda. Khélif restituye la existencia de este personaje que ha perdido a su mujer y a sus ocho hijos, a través de dieciséis láminas impregnadas de un estilo tenebroso que nos recuerda a los Desastres de la guerra de Francisco de Goya.  Con tan solo observar los dibujos comprenderemos el estado de ánimo del personaje, no necesitaremos entender ni una palabra de francés para sentir empatía por su situación. Sin embargo, se agradece que los editores de España y América Latina publiquen la obra de artistas más minoritarios, que se salen de la normal con lapiz y pincel.

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