Autor: Olivier Barlet (africultures)
Dos cineastas burkineses han marcado internacionalmente los años 80 y 90: Gaston Kaboré e Idrissa Ouedraogo. Mientras el primero se ha dedicado a la formación, el segundo renunció al cine para centrarse en las series televisivas y en la producción. Murió demasiado joven, el pasado 18 de febrero de 2018, con 64 años. Aquí importa reemplazar su considerable aportación a la historia del cine, pero también entender las razones de su retirada.
El realismo social como un zócalo
Cine militante de reconquista de sí mismo y de su espacio en los años 60 y compromiso social en los años 70: los cines de África se planteaban la cuestión de los valores que podían fundar la sociedad descolonizada. Incluso en la acción de un relato las películas hablan del anclaje en una comunidad. Frente a las tendencias autoritarias de “los padres de la nación”, los cineastas se reunieron en Niamey en 1982 y trataron de desmarcarse de la tutela de los Estados. Frente al desencanto de las independencias, el cine de los años 80 será el del retorno sobre sí mismos: cuestionar la responsabilidad de cada uno ante la derrota de lo colectivo. Es un cine de novela, del “yo”, ya no del “nosotros”: lo novelesco abre al mismo tiempo perspectivas de cambio social y una visión sobre el mundo.
Se apoyó en una mirada fuertemente varada en el realismo social. Los cortometrajes de Idrissa se enfrentan de buen grado a lo real: cuando las imágenes hablan por sí solas, ¿para qué dedicarles cualquier comentario? Los ruidos de la calle en Ouagadougou, Ouaga deux roues (1984), un ballet de imágenes sobre la circulación de las “dos ruedas” en la capital de Burkina Faso. Un documental mudo, o como esas celebraciones del saber hacer y del gesto tradicional en Les Ecuelles (1983) e Issa le tisserand (1984): “Eran impresiones, planos, imágenes motivadas por una idea, porque en la época, quería hacer películas de carácter socioeducativo dirigidas a una población analfabeta en un 90%. Era necesario un cine con imágenes que pudiera ser comprendido fácilmente por parte de un público que hablaba cuarenta y dos lenguas”.
¿Fácilmente? ¿Idrissa Ouedraogo no anunciaba desde aquel momento la búsqueda de un tipo de documental donde la ausencia de comentario forzara a un esfuerzo de lectura? Si su objetivo era el de animar al público inmediato a valorar sus habilidades y su día a día, su primera ficción de 22 minutos, Poko (1981) relata un drama desgraciadamente banal de una madre embarazada que carga peso hasta el final de la gestación y la matrona que no la puede ayudar. Ella morirá en una carretera durante su desplazamiento, arrastrada por un burro que la lleva al hospital de la ciudad. De vuelta al pueblo donde la vida continúa: muestra la precariedad de la condición del campesino y el valor en el día a día. Es lo que motiva a Idrissa en su primera película, que termina con unas aspas de molino de viento, una potente evocación a la lógica imperiosa del tiempo.

La elección de lo novelesco
La inscripción de los personajes en su cotidianeidad, los escasos diálogos, el gobernador de la aldea… La película está marcada sobre todo por los sonidos de las actividades de cada uno mientras que los violinistas de Larle Naaba acompañan el relato de su instrumento y de su triste melodía. Como recuerda Jacques Attali, una sociedad dice más por sus sonidos y su música que por sus estadísticas. Esta escucha es esencial en el cine de Idrissa y participa en el logro de su primer largometraje, Le Choix (Yam Daabo, 1986). La película funciona como espejo de la realidad, pero elige la subjetividad de lo novelesco para aprehender las peripecias de una familia del Sahel que busca una vida mejor en el sur. El ritmo que se desprende está emparentado con el blues, considerando el movimiento y la deslocalización permanente como elementos privilegiados de la puesta en escena. La elección es para una familia de una aldea del Sahel el poder continuar esperando ayuda alimentaria internacional o cerrar las maletas en busca de una vida mejor en el sur. El camino supondrá mil pruebas y sacrificios pero redescubrirán la alegría de vivir y el amor. Un resumen como este no revela de ninguna manera la emoción que transmite la película. Se siente, sin embargo, por la captura de las imágenes, que insinúan sobre todo la realidad por encima de mostrarla, no por pudor sino por respeto, como la muerte fuera de campo del pequeño Ali, el hijo de la familia, atropellado por un coche en una calle de la gran ciudad.
La emoción y la sensualidad que desprende este realismo social abre el camino al reconocimiento que se perfila en la segunda mitad de los años 80, abriendo el camino al público internacional de una cinematografía hasta el momento limitada a un público de iniciados. Le Choix fue seleccionada en 1987 en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes. Las nuevas películas de Idrissa Ouedraogo, Yaaba y Tilaï, obtienen respectivamente el Premio de la Crítica Internacional en 1989 y el Gran Premio del Jurado en 1990.
Idrissa Ouedraogo se desmarcada del cine que le precedía respondiendo a los reproches: “Yo no tengo de ninguna manera la pretensión de representar a mi pueblo o los valores africano. Somos fácilmente pretenciosos si nos erigimos como mentores, maestros… “¡La escuela de la tarde” de Sembène, no es cine de ficción!” ¿Por qué hablar de un cine africano que se pervierte según las modas? Cuando se decide hacer ficción, asumimos y decimos que se hace para uno mismo, que no se trata necesariamente de un lujo, ¡que puede permitir que la juventud africana sueñe!”. El cine es una oportunidad para interrogar los orígenes: “África no inventará los temas. Estos preexisten; pertenecen al ser humano. El amor de dos niños por una abuela es universal, aunque no hablemos de ello de la misma manera”.

El ser humano como programa
Efectivamente, Yaaba (Abuela, Premio Especial del Jurado en Fespaco en 1989), que conoció un gran éxito internacional, fue muy criticada por algunos africanos y por la diáspora universitaria negra en Estados Unidos. Pone en escena a dos niños, Bila y Nopoko, que desafían las distancias impuestas por los adultos, creando lazos de amistad con una señora mayor excluida de la aldea, pues se sospecha de que se dedique a la brujería. Cuando Bila llama “zorra” a una adulta, la vieja responde: “No juzgues, ella tiene sus razones”. El maliense Mathia Diawara veía en esta filosofía “una concepción humanista burguesa de tolerancia” e incluso “una suerte de liberalismo a la francesa”. Efectivamente, responde el director, “el tema de la película es que podemos transformar a la gente si se les escucha y también que no hay que juzgar las cosas arbitrariamente”. Recorrido iniciático de dos niños que aprenden a sobrepasar los prejuicios, Yaaba apela a una mirada nueva sobre el mundo, alejada de los a priori ideológicos. Cuando el nigeriano Nwachukwu Frank Ukadike la consideraba “elitista e individualista”, se preguntaba si tenía “ una visión clara de futuro para África” y si “aclara realmente los conflictos sociales”, se referiría a la exigencia de una mirada ideológica. Sin embargo, esta ficción habla también de la dignidad de África, como recita el senegalés Djibril Diop Mambety con un comentario inusitado que hace en Parlons Grand-mère (1989) sobre las imágenes bellas y personales del rodaje de Yaaba: “¡cine o no cine, una abuela siempre se vengará si a un niño se le pone de rodillas!”. Al igual que Gastón Kaboré, Idrissa Ouedraogo se enfrentará duramente a los reproches sobre el “cine calabaza”, películas de aldea que supuestamente responden a lo que esperan los occidentales de una África inmemorial, que no podría ser consciente de los acontecimientos del África contemporánea.
“Estoy buscando al hombre, mi hermano de antaño”, escribía Sony Labou Tansi… Esa es sin duda la respuesta de Idrissa. En Tilaï, rodada sobre la marcha y ganadora del Gran Premio de Fespaco en 1991, retoma la llamada a la tolerancia de Yaaba, incorporando una reflexión sobre la tradición. Saga vuelve a su pueblo natal tras dos años de ausencia. Su prometida se convierte en la segunda mujer de su padre. Saga y Nogma se siguen queriendo: hacen el amor. Para el pueblo es un incesto y Saga debe morir. El hermano de Saga, Kougri, tiene que matarle pero éste le pide que prometa no volver. El día en que Saga se entera de que su madre está moribunda, decide volver a pesar de todo. Como manda la tradición, cuando regresa a la aldea y a sus reglas, sopla tres veces de un cuerno. Los habitantes huyen pues lo toman por un fantasma. El padre apremia a Kougri quien, frustrado, mata a Saga con de un tiro.
“¡No lo había pensado en un principio pero es una tragedia griega!”, diría Idrissa. De hecho esto importa poco, pues si bien es cierto que lo particular le da paso a lo universal, él cuestiona la realidad africana y no la universalidad que pensamos detectar. La película se inscribe en esa nueva mirada sobre la Historia, que incluye un cuestionamiento sobre el hombre y su relación con la tradición. El bien ya no se opone al mal: lejos de cualquier maniqueísmo, las reglas de los ancianos son criticadas en nombre incluso de los valores que las determinan. Algo que proporciona a la película el pathos de un grito existencial, el de un ser en crisis.
El grito del hombre africano
En A Karim na Sala (Karim y Sala, 1990), una serie realizada para FR3 con los dos jóvenes actores de Yaaba, Noufou Ouedraogo y Roukietou Barry, la exploración de la relación amorosa entre los dos adolescentes sobrepasa la ritualización de los sentimientos. La gran fluidez en el contacto, la simplicidad en la actitud y el calor real aproxima a los seres humanos. Es más, la evocación de unas situaciones familiares complejas da a su relación una gran profundidad. Idrissa renuncia aquí al género del documental social para adentrarse en una reflexión sobre las relaciones humanas. Es el mismo tema del cortometraje de Idrissa Ouedraogo sobre el sida, Afrique, mon Afrique (1994), en el cual el enfoque pedagógico privilegia menos la solución (utilizar el preservativo) que la psicología ficticia de los personajes. Aquí también se pone el acento en el grito del hombre africano (título de la obra célebre de Jean-Marc Ela), – un grito terrible que aparece en un amplio plano por parte de Naky Sa Savané, a quien el director le hacer articular su propio dolor y su revuelta por encima de una canción arrebatadora de Ismaël Lô: “África, mi África, ¿eres tú entonces esa espalda que se curva y se acuesta bajo el peso del sida? No, no, charco de sangre en sus manos, charco de sangre en sus corazones… ¡No!”.
Él interpela cada vez más al espectador, con guiños humorísticos según el momento, como en lo que se percibe pero no se dice en Obi (1991), que antes de describir de forma punzante su destino de mujer expulsada de la casa familiar por su marido junto a sus cuatro hijos y obligada a trabajar en las minas de oro de Buda, se dirige al público mirándolo a los ojos: “¿Todavía estáis ahí? Os advierto. Os hablaré de todo menos de mi marido. ¡Si estáis de acuerdo, comenzamos!”. Al término de su historia trágica, Obi mira de nuevo a la cámara: “¡Dejadme trabajar! ¡No sois vosotros los que vais a alimentarme!”.
Construido sobre la base de una trama policíaca (un hombre huye de Uagadugú después de asesinar a un mecánico en un atraco a mano armada y se refugia con un dinero que roba en su pueblo), Samba Traoré (1992) se centra menos en guiar al espectador en el seguimiento de una acción hollywoodiense que representar el asesinato y el robo. Sin embargo, incluso si Samba, el héroe, es presentado como un truhan de buen corazón, la película no le perdona el acto y no le libera: tendrá que dar cuenta de todo ello. La introspección versa sobre la consciencia de un ser humano desgarrado. No ocurre en una África ideal y mitificada. Por más que la historia se desarrolle entre cabañas tradicionales de un pueblo, todo transcurre más bien en una África real. Samba es también portador del grito de un desgarro, de vértigo. Es un perdedor, un James Dean lanzado a la búsqueda de paz en una especie de Rebelde sin causa abrumado pero sin tiempo, atrapado por el peso de su malestar y finalmente por los policías que le persiguen.
¿Para qué apostar entonces por el suspense como en el cine de Hollywood? El problema no es aumentar la tensión del espectador anunciándole de entrada lo que el héroe debe descubrir o lo que va a ocurrirle. Incluso en una intriga policíaca como la que sostiene Samba, Idrissa prefiere el efecto sorpresa que no sólo pone en tensión a la sala durante la acción. Si los pocos planos de los policías buscando a Samba hacen claramente que pese una amenaza sobre la quietud de su vida de regreso a la aldea, esto lo hace más con la intención de poner el acento en la precariedad y la ambigüedad del lugar, que expresar el temor a posibles represalias. Su llegada va a concluir más la película que su propósito en sí. La intención no es la de facilitar la identificación del personaje con un héroe, sino proponer una reflexión moral sobre el estado de crisis y el comportamiento humano.
El trabajo de Idrissa explora ese vértigo moderno. No sorprende entonces la elección del título Le Cri du coeur (El grito del corazón, 1994) que suena como un manifiesto. Un adolescente africano, Moctar, se muda a Francia y está obsesionado con una hiena que cree ver moviéndose por las calles de Lyon. Sus padres se preocupan, lo llevan a ver a un psicólogo, tienen miedo de que él les traiga problemas. El encuentro con un vagabundo interpretado por Richard Bohringer le ofrece otra perspectiva, situando a la hiena no como una tara sino como la intervención de su subconsciente: “Hay millones de personas que creen en la Virgen María; ¡hay incluso quien la ha visto! Tú ves hienas, eso es todo!”. Él acabará viéndola también cuando Moctar abra el círculo de fuego donde la capturó. Símbolo de la relación contradictoria del niño con África, la hiena, antes de desaparecer, se le aparece con los rasgos de su abuelo.
Cuando trata de hacer comprender a su primo lo que es África, Moctar habla con una mirada que podría resumir el cine de Idrissa: “Cuando miramos, vemos más lejos”. Entre la certeza de la pertinencia de una humanidad con una mirada potente dentro de los valores africanos y la constatación de un ser africano en crisis, Idrissa navega a la búsqueda de pistas que permitan sobrepasar esta contradicción.
El riesgo del fetichismo
Es en ese momento cuando surge una duda, en la película Kini et Adams (1997), que rueda en inglés en el África austral. Pone en escena a dos campesinos que tratan de sobrevivir y que tan solo sueñan con irse a la ciudad, pero los celos, la ambición y la rivalidad acabarán enfrentando al uno contra el otro. Esa pared es la que le interesa a Idrissa Ouedraogo, el muro que se construye desde el interior de cada uno en una sociedad despedazada entre lo que se convierte y lo que ha sido, el surgimiento de un nuevo individuo fascinado por las técnicas de consumo pero angustiado por la vacuidad y la anormalidad de los valores que embrollan las lógicas del beneficio y de la exclusión de los más débiles. Él nos habla de este despedazamiento, que conducirá hasta el fin de una amistad y hasta el desenlace trágico de un hombre que no puede asumir el empobrecimiento al que se enfrenta. Nos alejamos del héroe libre de sus actos del western, despojado de las pesadeces de la costumbre y emancipado de los controles del Estado, plenamente disponible para un destino que puede, si quiere, definir y amplificar. Kini y Adams buscan cada uno a su manera de afirmarse individualmente en su ambición social y través del rechazo del individualismo expresan al fin y al cabo su búsqueda de la individualidad.
Sin embargo, surge cierta ambigüedad. En sus películas precedentes, Idrissa tendía a explorar el ser humano en crisis para afirmar de forma casi obsesiva una idea: el ser humano, nada más. Como resultado se aprecia cierta teatralidad y sobre todo la orquestación sistemática de la reconciliación. Kini y Adams es la misma historia del reencuentro perpetuo. Incluso de forma extrema, en la muerte los dos amigos se reconcilian en una misma imagen recurrente, el atardecer como telón de fondo, donde lo kitsch refleja la fetichización del tema: sus rivalidades eran sólo un espectáculo, una comedia humana, sobrepasada sin cesar, pues lo que les une tiene mucha más fuerza. Aunque más que tomar al ser humano por la cintura para contribuir a prevenir su dislocación, la película gira sobre el conservadurismo de los buenos sentimientos.
Situado en el punto de mira de acerbas críticas que le reprochaban en primera instancia hacer folklore y después hacer cine europeo, Idrissa Ouedraogo afirmó: “Llegué al siguiente razonamiento. ¿Quizá hay que volver a nuestros ancestros como en una suerte de peplos épicos con héroes que vean más el allá?”. Sin embargo, a Idrissa le faltaba el tipo de inscripción identitaria que conformará el núcleo del cine de sus sucesores, los cineastas de los años 2.000, para quienes la identidad se encuentra en plena construcción y no puede quedar enraizada a un solo territorio. De hecho, en los albores del siglo XX aparece un nuevo cine, anunciado por películas como La vie sur terre del mauritano Abderrahmane Sissako (1998) o Bye bye Africa del chadiano Mahamat Saleh Haroun (1999), emblemáticas por una forma de escritura novedosa, capaz de tomar riesgos tanto en fondo como en forma, capaz de formular preguntas sin respuestas, de explorar al ser humano sin concesiones.

La hibridación como ilusión
Esta intuición ya la incluyó Idrissa en sus películas. Cuando realizó Le cri du coeur, le da la vuelta como Alain Gomis en L’Afrance (2001) al propósito de L’aventure ambiguë de Cheik Amidou Kane quien sugiere que la hibridación es mortífera, para afirmar que no se muere por ir al encuentro de occidente. Sus elecciones musicales van en ese mismo sentido. Si confió la escritura de la música de Yam Daabo y de Yaaba al camerunés Francis Bebey, fue para servir a la dimensión emocional de sus relatos, también era sensible a la dimensión del jazz. En Tilaï se dirigió al sudafricano Abdullah Ibrahim (Dollar Brand) con el fin de obtener esa connotación jazzística que aportara una apertura a una película orientada al cuestionamiento de la tradición. Esa apertura marca las grandes películas de África, que rechazan fijarse en expresiones puramente territoriales para reivindicar la inscripción de África en el mundo. Incluso Sembène terminó Moolaadé cambiando el tradicional huevo de avestruz sobre el minarete de una mezquita por una antena de televisión: los hombres maduros saben tamizar las influencias, no todo vale para desmarcarse del mundo.
Pero no llegará a las rupturas de la generación siguiente. Cuando entregó el Etalon de oro del Fespaco 2003 a Heremakono de Abderrahmane Sissako como presidente del jurado, Idrissa le pidió en sus felicitaciones a micrófono abierto que “volviera a nosotros”. Dolido, Sissako le respondió: “Para volver hay que haberse ido. Yo nunca me fui”.
Retomando el ejemplo de la música en sus películas, Idrissa prefirió para su último largometraje “una música moderna que se inspira en las músicas tradicionales” y confió la composición a Manu Dibango. Aunque sólo se quedó con una de las composiciones de jazz de la numerosas que compuso Dibango “para darle un vuelco a la película en los tiempos modernos con la llegada del hombre blanco”.

Realismo histórico.
Obsesionado con la búsqueda de imágenes verdaderamente africanas frente al aguacero de imágenes exteriores, Idrissa hace una última tentativa por adentrarse en la Historia. Al igual que el Samory Touré creado por Sembène, le hubiera gustado hacer una gran película épica sobre un resistente heroico a la conquista colonial, pero acabó renunciado a este proyecto en torno a la figura de Boukari Koutou (conocido como Ouobgho), hermano de Naba Sanem, que habría rechazado el tratado propuesto por Binger en 1891 y prosiguió la guerrilla contra los franceses hasta 1898. Al cabo de 10 años buscando financiación, acabará sustituyendo este proyecto con la película La Colère des dieux (La furia de los dioses) en 2003, para que finalmente decidiera dejar de realizar largometrajes de envergadura. Entonces, el tema de la película no es la resistencia sino las razones del fracaso, el de los combatientes pero también el de África frente al invasor, el de África en el mundo actual. Las decisiones y las luchas internas por el poder han socavado la resistencia de los africanos y solo les quedaba detonar la furia de los dioses. “Para las nuevas generaciones un héroe no es necesariamente aquel que resiste, decía. No podemos resistir con lanzas y flechas al rifle de repetición. Cuando vemos a un gran héroe como Lumumba con Mobutu, vemos a un político ingenuo: ¡hizo todo para lo asesinaran! Hay que prestar mucha atención a la representación de la imagen de nuestro pasado para no caer en lo contrario de lo que queremos expresar”.
Sería ilusorio devolver la resistencia a los héroes valientes: “Todo el mundo sabe que si el hombre blanco ha conquistado fácilmente, es porque ha contado con muchas complicidades”, decía. Se trata de pasar a otra lógica: los ancianos buscaban asegurarse la protección de los dioses y apropiarse de sus poderes a través de todo tipo de rituales y amuletos; los modernos, en un mundo profano, deben realizar un trabajo sobre sí mismos para encontrar su sitio en el mundo.
La retirada.
Dos razones empujan Idrissa Ouedraogo a no volver a intentar hacer grandes películas de cine. Por una parte, se hace cada vez más difícil reunir el capital necesario y la frustración de que al final no se pueda hacer la película que se desea o que sea muy limitada en su forma, hace que renuncie a ello. Por otra parte, el público africano no tiene acceso al cine africano: “mi público existe pero no puede ver las películas. Si no me dedico a la posibilidad de que se difundan en televisión y en pantalla digital, ¡no tengo público! ¡Solo tengo un público potencial! ¡Nos mentimos cuando decimos que tenemos un público!
“No volveré a hacer largometrajes de ficción en esas condiciones de miseria total, dice. La gente se olvida que hemos estado en Cannes, que hemos obtenido grandes premios, de que le hemos dado un empujón a los cines de África – por lo tanto, ¡hacemos series televisivas para nuestras poblaciones! Como si no hubiese verdaderos creadores en África. No nos hemos dado cuenta todavía de que podemos crear también con una pequeña herramienta. Pedir dinero cinco o seis años antes de poder hacer una película es dramático.” Idrissa critica la política de desempolvamiento de los prestamistas de fondos y exige la existencia de ayudas centradas en valores económicos seguros. ”Esto no les hace crecer y esto no nos hace crecer” exclama. ” ¡Hay que hablar de ello y parar este círculo vicioso donde encontramos más impostores en el cine que verdaderos realizadores y productores! El futuro será más difícil para el continente pero muchos saben qué camino seguir: la democratización de lo digital.”
Otra razón, sin embargo, es: “¡Cada vez que un productor tiene que tratar con un africano, hay problemas de diferencia cultural!” Las relaciones con el Norte son violentas. Los productores dictan lo que esperan, los técnicos no entienden África, el público la juzga incluso antes de ver la película. Las críticas culpan a Idrissa de no continuar por el camino de sus inicios, esas películas que les han “encantado”. ¿A qué se debe este comportamiento en Francia o en el África austral?
La respuesta estará en el retorno a lo local con los medios a su disposición, contando con la solidaridad por afinidad entre cineastas. De este modo Idrissa producirá Guimba (Cheikh Oumar Sissoko, Mali, 1993) y las primeras películas de su joven compatriota Apolline Traore: Kounandi (2003) y Sous la clarté de la lune (Bajo la claridad de la luna) (2004).
“Kini & Adams, a pesar de tener un presupuesto escaso de 8 millones de francos, ¡no estaba tan mal! ¡Qué pena, nuestro público no la ha visto! Por eso me digo que hay que pasar a otros soportes.” Para competir con la invasión por satélite de imágenes televisivas donde África brilla por su ausencia, realiza en 1999 una serie de gran éxito: Kadi Jolie. 80 episodios de 12 minutos sobre la bella Kadi (Aminata Diallo Glez) que ridiculiza a los hombres cuando se atreven a acercarse a ella. Porque, señala de nuevo que “nos importa poco que sea celuloide o digital, la imagen tiene que estar hecha, como contraposición a la invasión de imágenes de otros lugares.”
Al dispersarse en muchas representaciones y múltiples proyectos, desde la producción hasta la distribución, cortometrajes por encargo o la puesta en escena de La Tragédie du Roi Christophe (La Tragedia del Rey Christophe) en la Comedia francesa, Idrissa Ouedraogo pierde poco a poco su aura de autor. Pero no ha parado nunca de preguntarse sobre las maneras de hacer imágenes “de nosotros mismos y para nosotros mismos.” ”Por la negación que ha habido de nuestra cultura, estamos siempre atentos a ver cómo los otros nos van a juzgar”. Esta tentativa de autonomía no puede terminarse de otra manera que no sea a través del trabajo: “los jóvenes cineastas africanos no conocen la historia de su propio cine, no saben lo que se ha hecho y no han visto todas las películas, hubieran podido aprender a través de la crítica y evitar los peligros de la juventud y coger lo que hay de maravilloso en lo que hicimos en el cine de los años 1980-90.”
Sí, ese cine era maravilloso e Idrissa Ouedraogo sigue siendo uno de los cineastas africanos más llamativos de su generación. Su aportación al cine mundial es considerable. Las contradicciones que ha intentado explorar han ayudado a los espectadores a analizar el mundo de su época y a que sus sucesores pongan los cimientos de un nuevo cine, al mismo tiempo continuidad y ruptura, como debe ser.
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Artículo publicado originalmente en Africultures: http://africultures.com/limmense-apport-didrissa-ouedraogo/
Traducción: Alejandro de los Santos