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La danza contemporánea es tal vez uno de los géneros artísticos más minoritarios. Son pocas las publicaciones generalistas que dedican críticas completas a obras de estreno reciente, a no ser que se trate de remakes de obras clásicas o contemporáneas de renombre como Carmen, El Amor Brujo o Café Müller. Existen ediciones especializadas sobre el tema pero de un alcance limitado. La danza además sufre una predisposición negativa por parte del público poco dado a lenguajes más innovadores. «No entiendo nada, no sé nada sobre esto», son algunos de los comentarios que más se escuchan entre los neófitos. Quizá como consecuencia de esto, en los últimos tiempos, hemos advertido una ligera tendencia hacia obras con un mayor contenido textual en detrimento de un peso exclusivamente coreográfico. Que se intercalen poemas, frases o pequeñas intervenciones nunca ha sorprendido a nadie. La danza, al igual que cualquier otra modalidad artística, es un lenguaje a disposición de quien quiera utilizarlo a su antojo. Con todo, lo chocante del asunto es que en muchos de los casos toda referencia a la obra gire en torno a su propia temática y no se preste tanta atención a la calidad coreográfica.
En lo que respecta a la danza africana contemporánea, observamos que en los últimos tiempos, las piezas presentadas por coreógrafos oriundos del continente están cada vez más íntimamente ligadas a problemáticas de África. En un mercado afectado por una especial saturación de propuestas y en un contexto de crisis en el que el número de festivales se ha reducido exponencialmente, asomar la cabeza por encima del resto se convierte en un motivo de supervivencia. El ejemplo paradigmático en este sentido es el de Panaibra Gabriel, coreógrafo que con sus Solos de Marrabenta ha recibido todo tipo de alabanzas, incluso de publicaciones de referencia como el New York Times. La obra sobresale por la impecabilidad de un discurso que versa sobre el debate identitario que ha aturdido a las generaciones posindepentencia de África: “¿Soy bitonga, portugués o marxista-leninista?”, se cuestiona el artista mozambiqueño. El texto es verdaderamente sobrecogedor, en apenas unos párrafos define el sentimiento común de los pueblos que han sufrido la colonización. Sin embargo, en términos coreográficos la pieza deja bastante que desear, con pasos dancísticos de marrabenta completamente convencionales y algo redundantes. Sus palabras despiertan una complicidad inmediata en países donde los negros han padecido los episodios más atroces de los últimos siglos. Pero, ¿quién se ha preocupado por profundizar en su propuesta coreográfica? Muy pocos. De igual modo, otras compañías se han sumado al carro de las obras temáticas como la sudafricana Via Katlehong, con un homenaje teatralizado del espíritu del barrio de Sophiatown durante el apartheid, o Dido Uwera con una creación sobre el genocidio de Ruanda.
Las obras mencionadas triunfan en occidente básicamente por lo que denuncian. África continúa asociándose a sus mayores miserias y el mercado requiere un testimonio en primera persona. La crítica social o política es completamente legítima siempre y cuando se realice desde la más profunda sinceridad. El problema surge cuando el artista produce en virtud de lo que Europa o Estados Unidos esperan de él, trazando una estrecha y peligrosa franja entre el compromiso y el oportunismo. En occidente es muy recurrente que ante el desconocimiento de realidades lejanas se elija a alguien como el portavoz exclusivo de una causa. Hace pocos años Murakami parecía ser, él solo, la literatura japonesa. A la tunecina Amel Mathlouthi, tras lanzar una canción llamada Hourria (Libertad), el periódico El País la definió como la voz de la revolución de los jazmines, cuando su implicación en el proceso de transición política fue escaso en comparación con otros músicos locales. Abderrahmane Sissako parece haberse convertido en el único cineasta africano que existe tras el éxito de Timbuktu. Poco importa que el mauritano sea un maestro de la cámara o la tunecina esté dotada de un timbre de voz cristalino.
El escritor nigeriano Ben Okri denunció hace algunos meses en The Guardian este encasillamiento temático al que se somete a los intelectuales africanos. Muchos de estos artistas viven en Francia, Estados Unidos o Canadá, algo que no debería impedirles ofrecer su punto de vista sobre su realidad más inmediata. ¿Qué pensará él mismo de Monsanto o la crisis económica? Nadie lo sabe. Sin embargo, los intelectuales africanos son invitados continuamente a foros y tertulias sobre la situación de países que se hallan a miles de kilómetros del suyo. En este sentido, la cineasta Carolyne Kamya, ugandesa residente en Holanda, criticaba el pasado mes de octubre en el Festival de Cine Africano de Córdoba que se le han negado fondos para nuevas producciones al plantear historias relacionadas con sus vivencias cotidianas en Ámsterdam. Aunque tal vez sea más grave la situación vivida por Horácio Macuácua durante una residencia en un pueblo de Sevilla para finalizar Convoy, una obra en la que dirige a cuatro bailarinas europeas. Los responsables del evento colocaron una fotografía del mozambiqueño en el cartel con el objetivo premeditado de atraer al público. Como es obvio, el coreógrafo permaneció en los bastidores durante la representación pero se vio obligado a salir al escenario para proferir una pequeña presentación y así justificar la presencia «del elemento africano».
Ante una situación como la actual, ¿cómo salir del gueto artístico africano? Artistas del calibre de Faustin Linyekula, Seydou Boro, Gregory Maqoma no necesitan ceñirse a asuntos o estéticas definidas para situarse en cabeza de las principales citas internacionales de las artes escénicas. Se debería disfrutar de la danza como vehículo artístico, con textos o no, pero siempre partiendo de la excepcionalidad creativa y técnica. También cabe al público y a los programadores romper con esta dinámica y respetar la libertad creativa de los artistas, sin casillas temáticas, exotismo ni ambiciones de taquilla. Es la única forma de alcanzar la universalidad, emocionar en Ohio, París o Rio de Janeiro.
ariam mendoza
Pienso que el mundo artístico es universal y dispuesto para todos. El arte en sí es expresión e influencia, por lo que no hay delimitación en él