Tomábamos
Francisco Vidal, uno de los nombres que más suenan últimamente en ese mundo al que llaman “Arte contemporáneo africano”, consiguió consolarme con un argumento simple: hablar sobre cultura de África ayuda a los respectivos artistas a formar bloque, a plantar cara a un paisaje donde Occidente sigue siendo el ogro que dicta qué está bien, qué es bonito y, sobre todo, qué se vende y cuánto cuesta. Con ese objetivo han proliferado estos últimos años por el hemisferio norte todo tipo de eventos que se puedan imaginar: ferias de arte africano como la 1:54 o la AKAA y publicaciones especializadas como Contemporary & o ArtAfrica, por ejemplo, sin mencionar el apartado exclusivo que se dedica a las obras de los artistas africanos en importantes galerías como la Tiwani o la October en Londres, salas y museos como la Fondation Louis Vuitton en París, ferias como el Armory Show en Nueva York, y un largo etcétera que daría aquí para hacer una guía Michellin. Visto el buzz que se ha creado en torno al tema y el espacio que van ganado los artistas y, más importante, los comisarios de arte africanos, estoy tentada a pensar que los resultados de este trabajo común son positivos.
Me quedé con mejor conciencia después de conversar con Francisco esa noche. Y, como soy vecina de la galería, ver sus pinturas en proceso a través del cristal, de camino a casa, me ha servido como un faro. Como si fueran un mandala de esos de colorear, las visualizo esparcidas por el suelo y me repito que no vamos por mal camino. Que también nosotros, sin quererlo, estamos contribuyendo a que cambie y se enriquezca la visión global sobre el arte. Bueno, eso me ha servido solo un tiempo, porque la eterna duda vuelve a sobresaltarme, cada vez con más fuerza, cada vez más incómoda: Pero ¿qué demonios es eso del “arte contemporáneo africano”?
La pregunta del millón
Esta duda, que no es solo mía, coincide ni más ni menos con el título de un artículo de Nadia Sesay reproducido en afribuku. En él, la autora desafiaba la definición basada en la procedencia geográfica, llegando a sugerir que “arte africano” no es el que hacen los artistas del continente, sino aquel cuya “sustancia” es africana. Así, el arte de Pablo Picasso, que solo fue posible gracias a su encuentro con las máscaras africanas, podría ser calificado de arte africano. Por esa lógica, tendríamos que calificar como africanas las pinturas de mi querido Modigliani, al grupo Die Brücke, a los cubistas, a los primitivistas y neo-primitivistas rusos, y paso. Dar un pasaporte africano al artista Francis Bacon, a título póstumo, tampoco nos sonaría a otra ocurrencia más del empresario Sindika Dokolo.
Pero, si nos basásemos en esa consigna para definir qué es arte contemporáneo africano, dejaríamos muchas otras preguntas abiertas. Para empezar, ¿qué es la “sustancia africana” a la que se refiere Sesay? Los conceptos abstractos como el amor, la libertad y otras experiencias íntimas… ¿se aceptan como temas con «sustancia africana», o solo cuando explícitamente se contextualizan en el continente? ¿Y qué pasaría con artistas africanos cuyas prácticas no tuvieran una «sustancia africana»? Las gafas de Cyrus Kabiru, ¿son fundamentalmente «africanas» o podrían haber surgido en otro contexto, en otro continente? Las ciudades de Youssef Limoud y de Maurice Pefura, ¿son africanas? ¿Tienen pasaporte o visado los animales de Wallen Mapondera? ¿Qué pasa, en definitiva, con los temas universales que trata el arte? Como preguntaba otro artículo publicado aquí: ¿puede un artista africano ser universal?
(Y bueno, también me pregunto qué consecuencias tendría para una chica de barrio como yo, residente en Portugal -colonia europea de Angola-, el meterse con un multimillonario aliado a la dictadura político-financiera de Luanda… )
La gentrificación, otro mito más
Como si no estuviéramos ya bien surtidos de etiquetas, al profesor Chika Okeke-Agulu se le ocurrió esta metáfora urbana que, todo hay que decirlo, yo comprendí desde el primer segundo. Sí, también yo siento esa pena de ver cómo los precios suben y cada vez se aleja más el sueño de tener a un Billie Zangewa en mi saloncito. Gentrificación obliga, también es más y más improbable que ese salón se encuentre en un apartamento en el centro histórico de mi ciudad. Ahora que las grandes casas de subastas, Bonham y Sotheby’s, han decidido abrir la sala de ventas con el label “arte africano”, lo más seguro es que nosotros, pobres mortales, no podamos acceder a ese mercado. Duro, muy duro ese baño frío de realidad.
María Colom, en el magacín de los compañeros de Wiriko, retomaba la reflexión de The Guardian, afirmando como el artículo que el auge de la clase media africana podría salvar a su arte del exilio. Mucho me temo que no comparto sus opiniones. En primer lugar, porque confunden conceptos; hablan de «arte» cuando, en realidad, quieren decir «mercado». Como apunté brevemente en un artículo para el boletín del Centro de Estudios Africanos, es necesario distinguir el «ánimo lucrativo» de la «pasión por el arte«. Esto no quiere decir que los artistas no comen ni pagan facturas, en absoluto; solo pone de manifiesto la dicotomía entre hacer negocio con el arte y el acceso a esas obras que puede tener el público en general. El que una obra de El Anatsui se haya vendido recientemente por X libras no es interés público general; no tiene nada que ver con acceso a la cultura, servicio a la sociedad, educación de masas, etc. Que una clase de nuevos ricos africanos empiece a comprarse objetos de arte para sus mansiones tampoco va a ayudar a acercarlas al público.
No, el arte africano contemporáneo no sufre de “gentrificación”. Las clases populares africanas no han perdido acceso a esas obras de arte que se venden en las subastas y que recorren las muestras por Europa y Norteamérica. Es más, esas obras de arte no han salido de África para el placer burgués occidental. Es que, simplemente, la mayoría de esos trabajos ni siquiera fueron producidos en África. Voy más lejos: ni siquiera la mayoría de los artistas se formaron en África. Y no solo porque emigraron para estudiar, sino porque muchos de ellos, ni siquiera son africanos.
«Alguna gente me dice que no soy angoleño. Los miro y les pregunto: ¿YO no soy angoleño?«, me explicaba Francisco Vidal con su sonrisa contagiosa. Quería responderle que claro que no, que él es portugués, del distrito de Oeiras, de barrio, como yo, pero no quería estropear la maravillosa guía privada por su estudio y, además, quién soy yo para decirle a los demás lo que deben sentir acerca de su propia identidad. Pero lo cierto es que, aunque adoro la obra de Natalie Mba Bikoro, al hablar con ella me parece más francesa que gabonesa. Ato Malinda creció en los Países Bajos. Délio Jasse se formó en un taller de Lisboa. Alexis Peskine es un -encantador- parisino. En un artículo de Fatou Sall para Africultures, yo misma lo explicaba así:
Kader Attia es, desde mi punto de vista, un artista europeo, representante de esa Europa que tiene una identidad plural. De hecho, los temas que aborda en su creación artística son resultado de sus vivencias como europeo. Para dar otro nombre conocido: presentar a Yinka Shonibare (Reino Unido) como nigeriano es dar la razón a los que defienden la idea de que Europa es un continente blanco. Para mí, es algo que alimenta una dinámica viciosa.
Está claro que todos esos artistas tienen una ligación cultural profunda con África y, por supuesto, toda la legitimidad del mundo para sentirse africanos. Soy fan incondicional del trabajo de todos los que he mencionado; mis reticencias tienen que ver con el impacto que tiene este rótulo geográfico. Además de cómo afecta a la visión que tenemos de nuestra sociedad, en la que cualquiera con un apellido no occidental es automáticamente considerado «de fuera», también me preocupa que la bandera del «arte contemporáneo africano» la estén brandiendo artistas que ni siquiera nacieron o se criaron en el continente. Artistas que no se formaron en África. No son todos, pero son muchos. Y, mientras ellos sean la cara conocida de esa escena artística cada vez más cotizada, seguiremos sin escuchar las voces de los artistas formados y residentes en el continente vecino.
Salir del gueto
Además de al ¿Qué?, habría que responder al ¿Quién?: ¿Quiénes están decidiendo hoy cuáles son los grandes nombres del arte africano contemporáneo? Seguramente, todas esas ferias, bienales, galerías, museos, etc. contribuyen a construir la casa y dejar entrar a los residentes de esa especie de élite de artistas africanos contemporáneos cuyas prácticas se engloban todas bajo la marca continental. Ese prefijo «afro-» (como en Afrosurrealismo o Afrofuturismo) que nuestro colaborador Phetogo Thsepo Mashaha criticaba contundentemente en un artículo donde explicaba la pobreza del mismo. Tomar una tendencia artística ya inventada y decir que es nueva simplemente porque se contextualiza en África o es producida por un artista negro es, cuanto menos, conformista, sobre todo teniendo en cuenta la enorme potencialidad que existe en el continente. Pues, al fin y al cabo, estamos hablando de prácticas artísticas que no pueden ser encuadradas en una tendencia estética común. La única conexión entre ellos es, seguramente, el uso del archivo, la reinterpretación de la Historia y las sociedades africanas y sus símbolos, la posición del cuerpo negro. Un corpus temático que, más que africano, yo llamaría de poscolonial, y que ya puede verse reflejado en la práctica de artistas latinoamericanos o del Próximo Oriente, por ejemplo.
Curioso es que, al menos desde lo que puedo recoger de mi experiencia y observación, muchos de los artistas residentes en el continente parecen estar interesados por otras temáticas, otras prácticas y otras estéticas. Es normal, pues la experiencia de vida de un africano que creció y reside en África difiere de la de alguien de descendencia africana que vive y crece en una sociedad occidental. Creo que ese es el gran desafío, escucharlos a ellos, a los que narran desde el continente. Safia Dickersbach, jefa de Relaciones Públicas de la consultora Artfacts, ha hecho una gran labor en este sentido. En su serie Black Stars of Ghana, por ejemplo, va al encuentro de los mejores artistas visuales residentes en el país, sin dejarse llevar por los criterios occidentales sobre qué debe ser llamado Arte contemporáneo. Debo decir que admiro especialmente a Safia, alguien que no solo conoce muy bien el mundo del arte, sino que además no tiene pelos en la lengua. Aunque muchos han llegado a temerla por eso, es una de las personas de las que más he aprendido. Un día me comentaba, sobre las ferias dedicadas, como la 1:54, que pensaba que están muy bien: son un gran esfuerzo de organización y comunicación, pero de qué sirven si, después de la primera edición, a los artistas presentados allí no los podemos encontrar al año siguiente en la Frieze, en Paris Art Fair, Armory Show, etc.
El desafío es ese: salir del gueto. Salir del neo-exotismo que supone ser catalogado como «artista africano contemporáneo». Girar la mirada al continente, ver qué se está cociendo allí y dejar que sean los propios africanos quienes decidan qué es contemporáneo. Escuchar qué se está creando en centros de arte independientes del continente como CCA Lagos, Raw Material en Senegal, Bandjoun Station en Camerún o Fundación Zinsou en Benín. Lugares donde los africanos de a pie pueden acceder de primera mano, cada vez más (y no cada vez menos), al arte contemporáneo.