ESPECIAL FCAT 2022
Tras ser madrina del 38º Festival Internacional de Cine Vues d’Afrique (Montreal, 1-10 de abril de 2022), la actriz y directora Aïssa Maïga será también madrina del programa Visions sociales, organizado por la CCAS en paralelo al Festival de Cannes (21-28 de mayo de 2022). En el Festival de Cine Africano de Apt, el 12 de noviembre de 2021, la actriz y directora Aïssa Maïga respondió a las preguntas de Olivier Barlet y de la sala. Además, el Festival de Cine Africano de Tarifa-Tánger, que se celebrará del 27 de mayo al 4 de junio de 2022, inaugurará su 19ª edición con su más reciente documental, Marcher sur l’eau (Caminar sobre el agua).
Olivier Barlet: Dado que en el festival hemos programamos Regard noir y Marcher sur l’eau, el objetivo de esta entrevista es repasar tu carrera, volviendo a tu pasado para comprender mejor tu presente como directora. Nos da la impresión de que tu compromiso con la diversidad tiene sus raíces en tu experiencia híbrida, que comenzó en tu infancia. ¿Te ha empujado la experiencia a una necesidad?
Aïssa Maïga: Mi infancia empezó en Senegal: no la recuerdo bien porque llegué a Francia a los cuatro años. Enseguida me enfrenté a la cuestión de la alteridad: no entendía aquella nueva lengua, el francés, ya que mi lengua materna era el wolof. Como mi madre se quedó en Senegal y mi padre no era wolof, nadie se hizo cargo de esta cuestión. También recuerdo que el francés se convirtió rápidamente en mi lengua, pero las cosas no fueron tan evidentes: en otras partes del mundo, la gente hablaba otro idioma, pero al mismo tiempo hay lenguas que se pierden muy rápidamente.
Esta hibridación se debe también a mi barrio, y en concreto al encuentro con una anciana del barrio que tuvo un gran efecto en mí y que me abrió su corazón. Era una mujer francesa de Indochina. Todo lo que había en ella me recordaba su origen: su infancia, que había tenido que abandonar abruptamente, y la comida que preparaba, hasta el punto de que en mi casa acababa comiendo mafé a la hora del almuerzo y en su casa arroz cantonés por la noche. Las cosas se entrelazaron: esa señora era una ferviente católica, mi padre era un ferviente ateo, algo que no reivindicaba en ningún momento, pero como marxista que era estaba muy alejado de lo religioso y de su lado dogmático.
La hibridación también supuso ir a la escuela de la República y conocer a los profesores y a mis compañeros. También se daba una relación muy abierta con el mundo. Recuerdo la conmoción que me produjo ver una exposición en una sala municipal en tercero de primaria con los cuerpos demacrados de los campos nazis. Esto también forma parte de la hibridación. Ese no era el mundo del que yo venía, pero rápidamente se convirtió en parte de mi cultura.
Y la hibridación también se produjo al ir de vacaciones al norte de Malí, a un lugar que me resultaba muy difícil de describirle a mis amigos. Tenía seis años, me quedé allí unos meses y me marcó, pues me di cuenta de que los mundos no tienen por qué encontrarse necesariamente y que yo misma estaba desplazada de un espacio a otro, y me di cuenta de algo que me dejaba impotente y me irritaba: la forma en que se miraba a los demás, a través de algo muy simple como la higiene. Escuchaba que los blancos pensaban que los negros eran sucios. Y en casa, cuando no quería ducharme, mi padre me decía: «¡Quieres estar sucia como los blancos!”. Eran argumentos de tercero de primaria saliendo de su boca, ¡pero lo decía igual! Esto me provocó pequeños conflictos de lealtad en mi cabeza de niña: cuando perteneces a dos mundos, tienes apegos en esos mundos diferentes. Todo eso, y muchas otras cosas, condicionaron mi relación con el mundo y mi sentimiento de pertenencia múltiple.
Olivier Barlet: ¿Es el encuentro con Houmba, tu abuela paterna peul, lo que inspirará más tarde la creación de Marcher sur l’eau?
Aïssa Maïga: Sí. La gente la llamaba «la mamá universal». Ella era realmente la matriarca. Tenía un temperamento muy fuerte. Probablemente eso fue lo que disuadió a mi abuelo de casarse con una segunda esposa, algo que se toleraba entre los songai, aunque la poligamia no estaba muy extendida en mi infancia. Esa mujer imponía respeto, poseía una autoridad natural. Era muy cariñosa, pero también era la guardiana del templo. Me escapé de su dureza, estando poco presente. Era forastera, la única peul en una comunidad songai. Cuando me pidieron que dirigiera Marcher sur l’eau, surgió la cuestión de mis conexiones con esa historia. Tenía que sentirme legitimada para contarla y, por tanto, tenía que encontrar el camino, el punto de partida, el punto de vista. Aunque ya murió hace unos veinte años, mi abuela estaba ahí, ¡de forma embriagadora! Eso es lo que me hizo querer ir a rodar a un pueblo peul wodaabe, una minoría dentro del gran grupo peul, que son 40 millones de personas. Hay cosas visibles y hay cosas invisibles, lo racional y la psique. Entre las cosas concretas que quería, deseaba aportar mi granito de arena como ciudadana, modestamente, ya que estoy lejos de ser experta o un modelo a seguir en temas medioambientales. Aportar algo también significaba mostrar la humanidad de las personas que son excluidas, las que no tienen voz. Los woodabé peul tienen un verdadero estatus de parias en algunos lugares. Están desconectados del mundo que siempre han conocido porque el arraigo forzoso y la sedentarización les aleja de su cultura. Sentí que podía acercarme a esto. Nunca tuve vacas, como mis tíos, pero mi padre en su momento se había llegado a plantear dejarme allí. Nunca me sentí fascinada. Me gustaba poder demostrar que era capaz de cargar un cubo en la cabeza sin sujetarlo, ¡pero a mí me gustaba mi mundo en Francia!
Más allá de estas cosas, que son anecdóticas y también muy profundas, pero cuando acepté hacer esta película, iba a conquistar conocimientos, nociones que no había conocido hasta entonces, y también iba a encontrarme con ese mundo perdido de mi infancia, de todas mis sensaciones, un mundo perdido también por el hecho de que mi padre murió a los 33 años, cuando yo tenía 8, y él era el verdadero puente. No es un mundo en el que haya crecido, pero siempre he tenido reminiscencias, conexiones muy fuertes con los recuerdos, con las sensaciones, y he querido utilizarlos para recrear lo mejor posible lo que veía, la vida de esas personas que hoy se ven obligadas a dedicar una parte enorme de su tiempo a la búsqueda de agua.
Olivier Barlet: Recuerdo que hablaste de tu padre sankarista en una conferencia en el FESPASCO en 2019. Las circunstancias de su muerte son un poco turbias, ¿se debió a la política?
Aïssa Maïga: Su actitud era eminentemente política. Él era en realidad un hijo de las utopías. Nació en 1950 en el norte de Malí. Su padre, mi abuelo, había tenido problemas con las autoridades coloniales por los impuestos coloniales, que le llevaron a huir, a hacer trashumancia con la familia de su mujer, que era peul. Esto probablemente le permitió escapar de la cárcel. Y también condicionó la relación de mi padre con la tierra: nació en el seno de una familia sedentaria songai, pero desde sus primeros años se encontró con su madre peul y sus tíos maternos, hablaba fulfulde -la lengua peul- y estaba muy apegado a esta doble identidad songai y peul. Sin embargo, mi abuelo decidió enviar a sus hijos a una escuela de blancos. Era bastante rico en aquel contexto, con tierras y un gran rebaño. Pero la gente de su rango no enviaba a sus hijos a la escuela de los dominadores. Sin embargo, se empeñó en enviar a sus hijas e hijos a la escuela en los años 50: era moderno, tenía gusto por la tecnología, un personaje que me hubiera gustado conocer pero que murió antes de que yo naciera. Tenía un alto nivel de exigencia para sus hijos. Así fue como mi padre pudo elegir ir a la universidad y convertirse en periodista. Escribió sobre todo tipo de temas, pero tenía gran afinidad por las revoluciones en general, y en particular las del continente africano. Fue a finales de los años 70 cuando conoció a Thomas Sankara, que ya era una voz de referencia sin haber llegado aún al poder. Trabajaron en una revolución que devolviera la dignidad al pueblo africano. No fue una revolución perfecta, no sé si alguna vez la hubo, pero fue impulsada por ideales profundamente humanistas. Mi padre murió el 1 de enero de 1984, mientras que Sankara había llegado al poder en agosto de 1983. Al final, mi padre no vivió los efectos de la revolución, pero tuvieron una relación muy fraternal. El día de su muerte, Sankara vino a la casa donde mi padre había estado comiendo con amigos y donde obviamente fue envenenado. Mi tío dice que Sankara llegó muy rápido. Mi padre estaba acostado… Nunca lo conté… Sankara se puso en posición de firmes, hizo un saludo militar y dijo: «¡Pensar que no hice nada por él!». (emoción).
Olivier Barlet: ¿El compromiso que tienes hoy surge de lo que nos cuenta aquí? En resumen, «los muertos no están muertos», citando a Birago Diop.
Aïssa Maïga: Sí, pero me gustaría añadir que de ahí nació una canción. Me enteré hace unos cuatro años: un rapero llamado Rocé, al que sólo conocía de nombre, se puso en contacto conmigo por correo electrónico para decirme que, como parte de un álbum musical en el que reunía canciones sobre la lucha anticolonial o la lucha obrera, le habían enviado una canción en memoria de mi padre. ¡Estaba alucinando! Me la envió y ¡nunca he llorado tanto en mi vida! La canción es hermosa. La cantan las Colombes de la Révolution y fue Sankara quien pidió a esa orquesta, en un gesto simbólico y poético, que escribiera, compusiera y cantara esta canción, que se titula Hommage à Mohammed Maïga.
Olivier Barlet: Continuando con tu recorrido, aprovechaste el empeño de un profesor de francés para hacer teatro. Esto es algo importante para nosotros en este festival: la movilización de los escolares y la posibilidad de que se produzca un «clic», ese momento de la vida en el que el placer de consumir acaba dando paso al placer de comprender. Frente al peso de las imágenes dominantes, las películas africanas parecen muy ligeras, pero estamos convencidos de que el encuentro con una obra de arte, y en concreto con una película, puede desencadenar algo. Cuando leí tu biografía, tuve la impresión de que algo en ti hizo clic cuando entraste en contacto con este profesor de francés y en un viaje a Zimbabue.
Aïssa Maïga: Sí, la señora Faye, a la que ahora llamo Daisy, fue mi profesora de francés en 5º y 6º. Yo vivía entonces en París, en el distrito 12, y estaba en un colegio muy mixto, con un ambiente bastante agradable, ¡aunque no todos los profesores eran tan brillantes como ella! Nos hacía leer y representar obras de teatro, pero cuando yo estaba en 4º, dejó de enseñar. Escribió un cuento musical de hadas en una noche, y en dos o tres meses había montado todo el proyecto, ¡ofreciéndome ser «una pequeña flor en el planeta del amor»! Y así fue como acabé en el escenario de varios teatros parisinos. Fue un punto de inflexión. En primer lugar, viví la sensación del miedo el día del estreno. Tenía ganas de huir, pero también era una revelación misteriosa, incluso mística, porque simplemente sentía que pertenecía a ese espacio de actuación. En el fondo, tenía la sensación de que era un lugar de paz. Podías parar el mundo, insertado en todo su caos, y definir una historia, unos personajes, una escenografía, con toda esa connivencia, ese encuentro entre lo que ocurre en el escenario y el público. Me encantó, fue una experiencia sagrada. Empecé a recibir formación y asumí mi deseo de convertirme en actriz. Se lo anuncié valientemente a mi tío delante del Minitel, justo cuando vino a comprobar que efectivamente me estaba matriculando en la facultad de sociología e historia, ¡aunque en realidad acababa de escribir «Artes del espectáculo en la Universidad París 8»!
Olivier Barlet: ¿Y cómo se resolvió todo esto?
Aïssa Maïga: Bueno, me miró así, yo estaba sentada en el suelo en mi habitación con el Minitel, hubo una especie de momento de suspense… Es una persona muy seria, un economista riguroso, exigente pero no intrusivo. Cerró la puerta y se fue (risas). En la vida no tuve que luchar para imponerles a los míos mis elecciones. Tuve mucha suerte en ese sentido.
Olivier Barlet: Otra oportunidad fue ir a Zimbabue para la película Le Royaume du passage de Eric Cloué. También se produjo algo que fue revelador para ti…
Aïssa Maïga: Sí, el caso es que un amigo del colegio vio un espectáculo de danza en el que yo actuaba. Su padre, coreógrafo, buscaba actrices o bailarinas de origen africano. Me encontré con ellos y me embarqué en un proyecto muy híbrido y libre, una película de jazz que toma prestadas diferentes formas para crear una narrativa no siempre explicativa pero muy sensible, en la que el continente africano y su historia estaban en el centro. Así que de repente acabé en Zimbabue. Tenía la sensación de que siendo actriz podría desarrollar un punto de vista sobre la sociedad y contribuir a un cambio, algo un poco idealista. Cuando fui a Zimbabue, tenía 19 años y allí había una compañía de actores de mi edad que me dejó completamente boquiabierta. Hacían artes marciales, bailaban, cantaban, vivían en una especie de kibbutz haciendo teatro de intervención en los pueblos. La colonización había acabado en 1981, cuando nosotros teníamos 6 años, y ellos tenían un recuerdo muy vivo de cómo su país había vivido una especie de libertad (algo que hay que cuestionar porque la era Mugabe duró décadas). Me transmitieron la sensación de que era algo que yo podía hacer, y me pregunté cómo podría hacer teatro de intervención en Francia en un contexto radicalmente diferente. Y por cierto, ¡nunca lo hice! (Risas).
Olivier Barlet : ¿Y dejó la universidad?
Aïssa Maïga: ¡Sí, y me puse a trabajar de camarera, como todos los grandes actores! La facultad fue apasionante, pero me alejó de mi sueño de ser actriz. No tenía red: me angustiaba no tener éxito. Tuve la suerte de hacer castings, y conseguí un papel, luego dos, luego tres… ¡Me dio la sensación de que las cosas iban a suceder porque estaban ocurriendo!
Olivier Barlet: En Noire n’est pas mon métier (Negra no es mi oficio) escribes que has sido una «una superviviente milagrosamente». ¿Es una referencia a la suerte y a los encuentros?
Aïssa Maïga: Los actores y actrices no blancos no nos encontrábamos mucho: era difícil identificarlos en un contexto en el que no había redes sociales. Durante mucho tiempo, pensé que todo era por mi culpa. Si no te dan el papel, eres malo… Papeles de puta. He dicho puta, no prostituta. Me preguntaba por qué todos esos guionistas que no se conocían entre sí desarrollaban siempre los mismos personajes. El momento clave fue cuando conocí a otras personas que estaban pasando por lo mismo que yo y pudimos decir que nos ocurría lo mismo. Pienso en Nadège Beausson-Diagne, Mata Gabin y otros. Nos reuníamos en algún casting esporádico, íbamos a tomar un café y nos contábamos las experiencias. Tenía 21 años y comprendí que en todo esto había algo estructural, no era sólo anecdótico. Encuentros con autoras como Sylvie Chalaye, con su libro Du Noir au nègre, que es un recorrido muy bien documentado por la imagen del negro en el teatro francés desde 1550 hasta 1960. Esto cambió por completo mi visión sobre el racismo en el cine francés, porque lo que siempre había escuchado era: «¡Los negros no lleváis mucho tiempo, dadnos tiempo para acostumbrarnos a vosotros antes de ofreceros papeles normales!» En el libro de Sylvie Chalaye, descubrí que los negros existen desde hace mucho, incluso en la forma de representarlos, y todo ello no deja de ser una continuidad en el imaginario francés. En mi opinión, el equilibrio de poder ha cambiado. También descubrí que los espacios de representación eran lugares que conocía, sobre todo en los Grands Boulevards, que eran lugares donde yo podía evolucionar. Esto creó una especie de memoria a la que podía oponerme, de forma más serena y menos personal, a lo que decían que era lo obvio: un racismo evidente, justificado por la Historia con mayúscula y por las costumbres.
El encuentro con este libro y con otras personas más avanzadas que yo en estas reflexiones me ayudó a extraerme del problema y a considerarlo como un hecho sociológico e histórico en el que estaba atrapada, pero en el que tampoco estaba encerrada. Las herramientas cognitivas e intelectuales ayudan simplemente a ver las cosas con distancia: ayudan a vivir. Eso es lo que me salvó al principio porque, sinceramente, estaba enfadada. Todo me parecía totalmente injusto e injustificable. Cuando me atreví a hablar con ellos sobre el tema, me di cuenta de que la gente de esta profesión estaba muy cerca de la negación, puesto que consideraban que el problema estaba en la persona que hablaba de ello. Comprendí que sería una larga lucha y eso me ayudó a aceptar que esta cuestión convocaba una parte de mi herencia en relación con aspectos que en realidad me parecían injustos.
Olivier Barlet: ¿Te ayudó a no tirar todo por la borda y cambiar de dirección?
Aïssa Maïga: Sí, y para no encerrarme en la rabia, que ha vuelto de vez en cuando porque he sido testigo de cosas alucinantes, pero también porque han pasado 25 años desde los primeros castings hasta 2018, cuando inicié el libro Notre n’est pas mon métier. Es el momento de una generación y no ocurre nada. Hay mucha gente que se está volviendo loca. Los espacios terapéuticos, incluso los privados, no siempre dan cabida a un tema como este. Mucha gente está instalada en la precariedad y no tienen salida alguna. 20 años es un tiempo más que suficiente de observación y para poder dar un puñetazo en la mesa. La elección de Donald Trump y la visión extraordinaria de todas esas mujeres de tan diversos orígenes que llegan a Washington. La explosión del #metoo fue el detonante de todo, una palabra que estalla en la cara de todo el mundo y que denuncia, al hablar de lo que ocurre en la profesión, cosas que suceden en toda la sociedad en cuanto a abusos y violencia infligida a las mujeres. El desencadenante fue también el hecho de que yo hablara de ello. De hecho, nos habíamos reunido en 2004 y habíamos hablado de este tema. Siempre he hablado de ello. Tuve la oportunidad de trabajar con cineastas poderosos, y de motivarme, y de decirme a mí misma que había hecho bien en rechazar algunos papeles. Estos encuentros me permitieron afinar la mirada y decir: «¡Acepto este papel, pero…! Propongo reescribir estas escenas. ¡Esto me enfrentó a tener que proponer una alternativa a lo que se denunciaba! Y eso me dio alas.
Olivier Barlet: Durante nuestra entrevista de 2004, tenías una postura de lucha pero sin agresividad. Hoy, hablas en los César y levantas el puño con las demás actrices que os reunisteis en Cannes. ¿Fue al ver que nada cambiaba?
Aïssa Maïga: Durante 15 años he hablado de este tema, a veces queriendo ser más franca y a veces queriendo ser más educativa y paciente. Todo esto me agotó. Y pude ver que mis colegas blancas, con la misma evolución en la profesión, se sentían cada vez más reconocidas. Cuantos más papeles tenían, más legítimas eran, más se les preguntaba por la práctica de su oficio, y más se les destacaba, mientras que yo tenía que luchar para conseguir un pequeño artículo ¡porque sabía que era muy importante! Esto es lo que hace rodar la pelota y hace que la gente piense en ti. Era mucho más difícil que me invitaran a un programa de televisión, por ejemplo. Tuve que pagar a un agente de prensa, mientras que otros no tuvieron que hacerlo en su momento. Tuve que desarrollar muchas estrategias que fueron mentalmente agotadoras.
Después de 15 años, decidí no hablar más del tema. Y después tuve que empezar a cuidarme, a curar algunas heridas, y eso me llevó 5 años. Me daba vergüenza tener que callarme porque seguía viendo disfunciones. Así es como me surgió la necesidad de hablar colectivamente. Y todas nos desahogamos. Es cierto que algunas cosas avanzan, sobre todo en un espacio muy singular para los cómicos negros y árabes como Canal+, y con excepciones como Jamel u Omar, que han sabido ganar notoriedad abriendo las puertas del cine y a veces incluso escapando de los confines de las comedias. Sin embargo, tuve la sensación de que éramos el árbol que escondía el bosque porque en los espacios de poder, en los espacios de creación, detrás o delante de la cámara, seguía siendo difícil para el conjunto. Estas acciones colectivas me parecieron claves para imponer una forma de abordar este problema y al mismo tiempo tener responsabilidad colectiva. El libro Noire n’est pas mon métier (Negra no es mi profesión) tuvo un éxito sorprendente en las librerías.
Olivier Barlet: ¡Sigue siéndolo y se acaba de reeditar en rústica! 6,20 € : ¡no lo dude!
Aïssa Maïga: Sí, nos dimos cuenta de la atracción del público por estos temas y por nuestras palabras, sin duda gracias al #metoo y a los movimientos feministas y afrofeministas que se pronunciaron antes que nosotras. Se nos ha escuchado, pero es un acto simbólico que no cambia realmente el sistema.
Olivier Barlet: ¿Ha habido momentos en tu carrera en los que le ha resultado difícil defender en los medios de comunicación una película en la que había actuado porque no te sentías en sintonía con el papel?
Aïssa Maïga: No, porque me resultaba tan difícil ser aceptada en la promoción que sólo lo hacía en las películas que me interesaban. Habría sido muy complicado hacerlo. Dicho esto, pertenezco a una generación intermedia. No somos las feministas de los años 60 y 70, que hicieron un trabajo extraordinario, que fue pisoteado, ridiculizado y trivializado, incluso por mi generación, y tampoco soy una de las jóvenes feministas de hoy, que tienen una increíble cámara de resonancia en las redes sociales. Siento que mi mirada ha sido capturada por el racismo, el lugar más difícil en el que vivir. A las actrices que participaron en Noire n’est pas mon métier y que están en Regard noir les pregunté: ¿ha sido más duro el sexismo o el racismo, o ambos? Todas respondieron, excepto una, que el racismo. Ambas cosas son terribles, pero creo que el racismo es una mayor negación de la humanidad que el sexismo. Pero mientras digo esto me cuestiono: no tengo una respuesta.
Olivier Barlet: Por un lado está el sistema colonial y por otro el patriarcado.
Aïssa Maïga: Sí, eso es. ¡Y son las dos cosas!
Olivier Barlet: ¡Sí, la época colonial también es patriarcal!
Aïssa Maïga: Creo que mi generación tenía una tolerancia al sexismo que hoy podemos contemplar. Recuerdo muchos lugares y momentos en los que se hacían bromas, había comportamientos de un sexismo asqueroso pero que se toleraban. Así que cuando una actriz hablaba y decía «basta», «me estás molestando» o «puedes decirle que pare», nosotros éramos el problema. Permitimos que se produjeran situaciones inaceptables porque no teníamos suficiente conocimiento crítico sobre el tema. No se popularizó como ahora. Estas cosas se están cuestionando de verdad a día de hoy en el ámbito de lo público, pero veo una cierta forma de negación entre muchas actrices de mi generación. Es difícil ver el grado de alienación en el que nos encontramos. Es humillante, de hecho, y la humillación es una de las cosas más difíciles de soportar para los seres humanos.
Olivier Barlet: Es cierto que la historia negra es difícil de soportar, como una vergüenza…
Aïssa Maïga: Debe de ser por mi herencia familiar, pero en lo que a mí respecta, me han educado en un entorno verdaderamente machista. Los songais están muy orgullosos de ser songais. En la familia nos reímos de ello. Esa exacerbación me hizo sentirme en equilibrio. Sabía que estaba orgullosa de ser quien era. No se trataba del color negro, que es el normal en África, sino de la pertenencia. Esta parte de la identidad está formada por la cultura, la música, la lengua, la comida, cosas tangibles que contrarrestan el sentimiento de humillación.
Volviendo a la ira y a la impaciencia, se considera que las mujeres no tienen que enfadarse con maneras «masculinas». Para las mujeres racializadas, la cuestión de la legitimación de la ira se agrava porque se considera que si estás donde estás, tienes suerte, y si te atreves a criticar, lo pagarás caro. Lo he experimentado en muchos momentos en los que la gente me dice: «Da las gracias y sonríe». «No nos hables de racismo: ¡trabajaste con fulano, fulano, fulano! Hay que olvidarse de la propia experiencia para dejar de lado cualquier crítica al sistema o a la estructura que provoca la perpetuación de la desigualdad. Me costó mucho tiempo admitir que tenía derecho a estar enfadada. En un país que tiene unos principios humanistas que se exhiben en todo el mundo, y que construyeron este país, admití que tenía derecho a enfadarme porque lo que estaba viviendo o presenciando no se ajustaba a esos magníficos principios.
Olivier Barlet: Este «racismo ordinario», estas bromas que se consideran graciosas pero que duelen, se ha convertido en algo habitual y todavía no está resuelto. ¿Es necesario analizar este racismo sistémico de forma estructurada para identificarlo?
Aïssa Maïga: Los estudios sobre el tema son indispensables. Necesitamos que se agudice el tema, especialmente por parte de académicos e intelectuales. Necesitamos una acción multidireccional porque es un tema arraigado en nuestra memoria, en nuestra historia y en nuestras realidades cotidianas. Tenemos tanto que hacer en este campo que necesitamos todas las fuerzas activas. Los artistas también tienen un papel decisivo en ello.
Olivier Barlet: Usted tiene experiencia en el ámbito del teatro: ¿son las cosas diferentes en el teatro, donde el sistema financiero es menos pesado que en el cine?
Aïssa Maïga: Las obras que me han ofrecido son principalmente norteamericanas adaptadas al francés, en las que hay un papel para una mujer negra americana. Eran papeles hermosos, en obras contemporáneas en su mayoría, pero me hace preguntarme sobre la recurrencia de estas figuras. Probablemente no soy el ejemplo adecuado, ya que mi carrera se ha desarrollado principalmente en el cine y en la televisión. Pero observo que ha habido movimientos encabezados por directoras como Eva Doumbia, que han retomado este tema en el teatro, debido a la falta de intercambio entre los directores de teatro. Es muy difícil poner en escena ciertas obras fuera de un circuito reservado al teatro mestizo. Hay una primacía entre los dos círculos en la cuestión de la representación de los negros.
Olivier Barlet: Esto nos lleva a la cuestión de los «daltónicos»: en «Noir n’est pas mon métier», Nadège Beausson-Diagne escribe que primero tuvo que tratar con un director que no se detenía en el color de la piel, lo que era perfectamente excepcional. Vivimos en una sociedad en la que la perspectiva de que el color sea irrelevante es todavía remota. Incluso hoy en día, dar un papel a una persona negra conlleva un mensaje en sí mismo y el personaje interpretado será diferente para el público.
Aïssa Maïga: Esto me recuerda a Peter Brook, quien, para mí, encarnó la culminación de lo que podía significar la libertad en el teatro, especialmente a través de su uso del casting. El japonés Yoshi Oïda y el burkinés Sotigui Kouyaté podrían ser hermanos en obras clásicas y era tan potente y evocador que no se olvidaba, sino que se abrazaba esta cuestión, el vínculo entre dos personas humanas. Me hizo soñar e ilustró lo que yo decía: que era posible. Es más, estas obras funcionaron muy bien.
En Regard noir, Isabelle Simeoni y yo hablamos de la forma en que se hacen las cosas en Estados Unidos: el mercado ha dictado una especie de democratización de los roles. Para aumentar la rentabilidad, las películas y las series debían exportarse a todo el mundo y, por tanto, representar diferentes colores de piel. Somos conscientes de que esto es posible y que no requiere el establecimiento de cuotas, ni grandes recursos financieros, ni una revolución cultural inalcanzable.
En Francia, lo dejamos en la vaguedad: no hay declaraciones de los responsables del sector audiovisual que digan: «vamos a pasar a la siguiente etapa» y no se sonrojen ante las publicaciones anuales de la CSA en las que se afirma en blanco y negro que la mayoría de los papeles negativos se dan a personas no blancas, y que cuando estos papeles son positivos, suelen darse en series americanas. Sabemos que esta sobrerrepresentación negativa repercute en nuestra imaginación y se refleja en toda la sociedad. No lo veo como un paso valiente y humanista pero no revolucionario. En definitiva, se trataría de dar una oportunidad a todos mezclando los actores y también los órganos de decisión.
Olivier Barlet: En el año 2000, una conferencia sobre «Pantallas pálidas» en el Instituto del Mundo Árabe reunió a personalidades del sector audiovisual, pero las declaraciones no fueron seguidas de ninguna acción, salvo algunos presentadores coartados. Ante la multiplicación de iniciativas y la fuerza del movimiento Black Lives Matter o metoo, uno se pregunta qué haría falta para cambiar las cosas. ¿Ves que se abre alguna perspectiva?
Aïssa Maïga: Hay espacios… El colectivo 50/50, cuyo objetivo es promover la paridad detrás de la cámara en lo que respecta a los jefes de reparto, ha animado al CNC a establecer bonificaciones financieras concedidas a las producciones que pongan al menos un 30% de mujeres en los puestos clave, una bonificación equivalente al 15% de lo que el CNC ya da a la película. Pueden ser sumas bastante importantes. En estos lugares se discute mucho sobre cómo podemos influir positivamente en nuestro sector para conseguir más diversidad e igualdad de oportunidades para todos. Estos son temas que dividen. Hablar de cuotas pone nerviosa a la gente por razones históricas obvias relacionadas con el registro de ciertas poblaciones. ¿Vamos a contratar sin mirar primero la competencia?
Soñaba con conocer a Richard Descoings, el antiguo director de Sciences Po, antes de que muriera, que había conseguido imponer que un cierto número de estudiantes procedentes de la clase trabajadora no pasara el examen de ingreso por oposición, cuyos códigos sólo conocían las familias acomodadas. Este es uno de los raros ejemplos que se me ocurren y que no es una cuota. Al fin y al cabo, la paridad es una cuota, pero dado que esta cuestión divide a la sociedad francesa, en la que existen grandes tensiones, discutamos todas las posibilidades creativas y de inteligencia colectiva para crear un modelo que se parezca a Francia en lo que representa y en sus componentes demográficos.
Olivier Barlet: Los cineastas lucharon por estar representados en las comisiones de ayudas. También se plantea la cuestión de los organismos que eligen los guiones para que todos los imaginarios estén representados. ¿No es ahí donde se toman las decisiones?
Aïssa Maïga: Sí, me acaban de llamar para formar parte del fondo Images de la Diversité, uno de los escaparates del CNC destinado a resaltar cierta diversidad en Francia. Es importante, pero ¿mi posición no casaría mejor en una comisión que no está específicamente en este nicho? Además, las ayudas a la producción están condicionadas a haber recibido ya una ayuda de la CNC o de una Región para el mismo proyecto, lo que ya supone un filtro en el que no se plantea la cuestión de la diversidad. La idea sería ampliar, desplegar la diversidad en todo el tejido, en lugar de limitarnos a ciertos espacios que tienen su necesidad pero que no son necesariamente los lugares donde cambiamos las reglas. También podemos preguntarnos quién está entre los tres o cinco primeros puestos de la CNC. Estamos en un país muy vertical: está la cuestión de las políticas generales, que vienen dictadas desde arriba.
Debate con el público
Pregunta: Me gustaría recordar la experiencia de Germinal en France 2, donde un actor negro (Steve Tientcheu) y un actor árabe (Sami Bouajila) tienen papeles importantes sin que Zola los hubiera previsto así. Esto es sorprendente a primera vista y, al final, no es algo tan descabellado como representar a Jesucristo blanco con los ojos azules. Por lo demás, anoche vi la hermosa Walking on Water: entre los wodaabe Peuls, tradicionalmente, las mujeres eligen a sus hombres durante el Guérewol, lo que les da poder. ¿Cuál es su experiencia al respecto? Y en lo que respecta a la religión, se ve al maestro de escuela hausa predicar su oración, así como a los técnicos de las perforaciones, pero no a los propios peuls, aunque la referencia divina es constante en sus palabras.
Aïssa Maïga: Cuando me pidieron que hiciera esta película, elegí Níger porque quería estar en contacto con una comunidad peul y me había enterado de que las mujeres wodaabe tenían que hacer éxodos regulares hacia los países ricos de la subregión, convirtiéndose así en pilares económicos de su comunidad. En el acto, descubrí personalidades fuertes. Las mujeres wodaabe se van solas con otras mujeres, lo que sería impensable entre los tuaregs cercanos, que no se plantean hacer trabajar a sus mujeres. Crecí en una familia en la que las mujeres tenían cierta libertad: me habría resultado difícil comprender la realidad de una comunidad en la que las mujeres están amordazadas. En las fiestas tradicionales, como el Guérewol, en el que algunas mujeres pueden elegir marido e incluso amante, esto es muy denostado en los círculos musulmanes y explica el desprecio que existe hacia os wodaabe. Lo comenté con las mujeres y resultó que está muy codificado y es muy complejo, lo que dificultó su comprensión en el tiempo disponible para el rodaje. También vi matrimonios forzados, una dura condición femenina para las madres: las mujeres wodaabe pueden divorciarse, pero está muy mal visto y se les dice que dejen a sus hijos en el pueblo del padre y se vayan. Así que hay espacios de libertad y personalidades fuertes, pero sigue siendo una sociedad patriarcal. Y a veces utiliza el matriarcado para consolidar el patriarcado. En cuanto a la religión, no les vi rezar mucho.
Pregunta: La cuestión medioambiental y la cuestión social no estaban muy vinculadas hasta ahora. ¿El contexto actual no permite tratarlos juntos?
Una de las razones por las que acepté esta película es porque el tema medioambiental forma parte de mis lazos familiares y de mi percepción de mi tierra antes de que yo naciera. Los miembros de mi familia habían intentado abordar la cuestión del acceso al agua, sobre todo mediante iniciativas privadas o declaraciones públicas. Sin embargo, no era una cuestión que yo había heredado y que no estaba bien definida. Como resultado, fui allí con una especie de relajación que permitió que surgiese el recuerdo. Son historias con agujeros. Le he dado vueltas a lo comentas y siento que estoy en los albores de eso. Creo que los cineastas, o los que están cerca de mí, estamos en los inicios de algo que debería ser asumido porque las conexiones entre los temas son evidentes. Dentro de una diáspora africana que se pregunta cómo participar en la mejora de las condiciones de vida en el continente africano, pero también en otros lugares, la cuestión de saber cuál es nuestro lugar requiere un mejor conocimiento de nuestra herencia y de nuestro potencial.
Olivier Barlet: El vínculo entre las cuestiones medioambientales y la herencia colonial aparece en el libro de Malcolm Ferdinand Una ecología decolonial, pero se trata de una reflexión bastante reciente.
Reacción: Soy profesora en Apt, con alumnos de diferentes orígenes. Aunque todavía es tímido, veo una evolución que me hace ser optimista. Las chicas están más preparadas para ocupar su lugar. El aumento del número de actores negros o árabes les ayuda a imaginarse en un espacio público. Y en los textos escritos, las chicas que antes elegían a un chico como narrador o héroe empiezan a imaginar a heroínas. Gracias por tus acciones, ¡sigue luchando!
Reacción: Por supuesto, Omar Sy interpreta a Arsène Lupin, pero mientras las vidas de los blancos valgan más que las de los negros, la lucha está lejos de estar ganada. Necesitamos posturas radicales. Gracias por sus palabras.