(Serie Lecturas) Este relato forma parte del libro «Of Passion and Ink, New Voices from Cameroon».
Mirar a las estrellas desde lo más alto del KICC en Nairobi me bastaba para olvidarme de que era un fracasado. Por suerte, no tardé mucho en encontrar un trabajo en el Kentucky Fried Chicken de Kimathi Street, y mi turno acababa justo a tiempo para poder explorar las entrañas de mi nueva ciudad, en la amable oscuridad. Recibía con los brazos abiertos todo lo que me ofrecía, desde su decadencia o las fiestas exclusivas hasta los barrios de prostíbulos.
El trabajo en el KFC era fácil pero también exigente, y muy a menudo lo interrumpía la omnipresencia de Joroge Douglas. Joroge era un empleado que trabajaba para ascender a un puesto -y un salario- superior en KFC, y se pasaba el tiempo dándome la tabarra con mierdas sobre mi falta de entusiasmo en el trabajo.
“A este ritmo nunca vas a ser el empleado del mes”, me decía, señalando la foto de otro chico nuevo al que habían elegido por su trabajo duro y por su entusiasmo. Había una sección especial en la pared en la que colgaban un cartel. Era un cartel marrón, y dentro tenía dos espacios rectangulares para poner dos fotos, una al lado de la otra, de color amarillo y blanco respectivamente. Encima del espacio amarillo sin foto, a la izquierda, estaba escrito Empleado del Año, y al lado, debajo de la inscripción Empleado del Mes a la derecha, había una foto del gilipollas que tenía el “envidiado” puesto en ese momento y que, encima, siempre salía sonriendo. “Es bueno para tu CV, sabes. Imagínate cómo cambiaría tu vida ser empleado del mes en el KFC de Nairobi”, seguía Joroge.
Yo me callaba. Él hacía una pausa y después me decía: “Tienes el pelo siempre descuidado. Si quieres llevar un afro, por Dios, llévalo arreglado. Joder, que asustas a algunos clientes y hasta puede que les recuerdes algunos encuentros que hayan tenido con Nairrobo. Mira, yo aquí estoy de tu parte, y respondo por todos los empleados de este KFC. Si a final de año veo que en tu perfil nunca has sido empleado del mes o del año, te puedes ir despidiendo”. Ese tío siempre hablaba de KFC como si su padre fuera accionista y, hasta donde yo sabía, el hijo de puta estaba tan pelado de dinero como yo.
Un día, unos cuantos empleados del KFC y yo nos bromeábamos sobre Mugo, un trabajador que tenía devoción por el puesto de empleado del mes, cuando de repente nos cayó encima un silencio, como una emboscada, en el momento en el que entró una mujer que parecía un ángel. Era una de esas indio-kenianas que tenía lo mejor de los dos mundos y por la que la mayoría de nairobianos matarían o se dejarían matar. Su cabello suave y grueso le flotaba por la espalda como un río y su piel tenía el color del chocolate. Llevaba las uñas pintadas de negro, que reflejaban el color castaño avellana de sus ojos de ensueño. Pidió una Chicken Cheese y se acercó al tocadiscos mientras esperaba, y puso “Sunny” de Boney M. La misteriosa chica se había ido al rato y todos nos quedamos pasmados, como si estuviéramos en un sueño del que no podíamos despertar.
Algunas semanas después hice un taller cerca del Kifaru Garden que me inició en las maravillas de la fotografía, y no dudé en comprarme una Canon con los ahorros que llevaba siempre conmigo. Una noche, un amigo me propuso salir en el 28 de Kijabe Street, me decía que nos íbamos a divertir.
La biblioteca World’s Loudest Library, en el 28 de Kijabe Street, era una experiencia única. Había una residencia privada para artistas. La música allí era suave y tranquila, nada que ver con la cacofonía dentro de la que crecí. Era un sitio con una iluminación tenue, que parecía un pub corriente de Nairobi, hasta que las performances de poesía y las improvisaciones de spoken word empezaban. Las dos docenas de personas que estaban allí aquella noche fumaban y bebían sin parar, y una nube gruesa de humo pendía encima de nuestro heterogéneo grupo, subiendo en una espiral lenta bajo la influencia de una brisa ligera. Al mismo tiempo, la luz intermitente de un apartamento cercano reflejada en la nube de humo que giraba suavemente en espiral hacía que aquello pareciera el portal a otra dimensión. Me quedé absorto junto a la puerta, no sé por cuánto tiempo, y la primera foto que hice fue de esa espiral que parecía una brecha en el continuo de espacio-tiempo. Después tomé una foto del DJ y, de repente, divisé a la ninfa que había limpiado con su presencia el pestilente aire del KFC unas semanas antes, y me acerqué a ella.
“Hola,” la saludé, a la vez que me sentaba.
“Hola,” respondió con una generosa sonrisa.
“Te vi en el KFC de Kimathi Street la semana pasada,” dije, y sequí “pediste la comida y pusiste Boney M.”
“¿Cómo es que no te vi? Soy bastante buena con las caras.”
“Trabajo allí”.
“Oh.”
“Debes de pensar que tengo un gusto musical de mierda. Mis amigos siempre me lo dicen. Sinceramente, ¿quién escucha Boney M hoy en día?”
“Yo sí. Tengo un gusto muy variado.”
“¿En serio? Sin coñas, ¿te gusta Boney M?”
“Sí. Take the Heat Off Me es mi álbum preferido de Boney M. Una pena que Bobby Farrell se muriera en 2010.”
“Tengo una idea”, dijo. “¿Tienes un iPod? Podríamos cambiarnos los iPods el tiempo que estemos aquí.”
“Bien, buena idea.”
Nos intercambiamos iPods mientras la gente alrededor se intercambiaban libros. Parte del concepto de la fiesta incluía traer un libro que a uno le gustase e intercambiarlo.
“Bueno, ¿y cómo te llamas?”, le pregunté.
“Ciru, pero mis amigos indios me llaman Kalinda.”
“Prefiero Ciru.”
“OK.”
Me fui poco a poco olvidando de la gente que había a nuestro alrededor, y sentí que estábamos solos cuando mis ojos se detuvieron en sus exquisitos labios gruesos, en el momento en que se encendió un cigarro.
Le dio unas cuantas caladas y me lo pasó, asumiendo que yo fumaba. A mí no me gustaba el tabaco, pero fumé un par de veces de todas formas porque no quería ser aguafiestas y, en ese momento, nuestras caladas e intercambios empezaban a mezclarse con el deseo, cuando nos rozábamos con los dedos en el momento de pasarnos los cigarrillos. Algunas horas después me dijo que iba al baño y que esperase cinco minutos y me encontrase con ella allí. Un minuto más tarde me encontré con ella en el baño y, antes de que pudiéramos decir nada, yo le estaba sacando el vestido mientras sus uñas me rasgaban la piel, y después ella buscaba a tientas mi entrepierna. La puerta detrás de nosotros estaba llena de graffitis y el del centro, escrito en verde sobre blanco, decía: Rechaza abrazar tu LOCURA por tu cuenta y riesgo.
*
Ciru me aportaba la cantidad de afección adecuada para renovar mi existencia que, en un momento dado de mi vida, parecía no ir a ninguna parte. Me empleé mejor en el trabajo del KFC y, aún así, no conseguí llevar bien el hecho de que en los últimos cinco meses me habían elegido empleado del mes dos veces seguidas, lo que molestaba bastante a Mugo, el anterior empleado del mes. Todo eso no importaba mucho, aunque los bonos ayudaban. Lo que de verdad importaba es que yo estaba deseando ver a Ciru al final de mis turnos, que acababan sobre las seis y media de la tarde. Ella esperaba apoyada en una pared fuera del KFC, escuchando Liquideep en sus auriculares, y me mandaba un mensaje de Black Berry si no había salido sobre las 7.
Habíamos ido al cine en Village Market alguna que otra vez y habíamos visto todo lo que ofrecía la taquilla. Una noche, después de ver una película, decidimos caminar. Se acabaron las películas, los matatus, los Uber, los auto-stops y todo lo demás. Solo nosotros dos caminando abrazados.
Nos cambiábamos los iPods y teléfonos tanto que acabamos conociendo nuestros gustos perfectamente, y empezamos a intecambiarnos libros. Últimamente me había prestado su ejemplar de Algo Alrededor de tu Cuello de Chimamanda Ngozi Adichie, y yo le había dado Los Detectives Salvajes de Roberto Bolaño. Esa noche, mientras hablábamos sobre escritores, le conté que yo me identificaba mucho con Doreen Baingana de Uganda, porque ella había vivido en los Estados Unidos durante dieciseis años y en Kenia dos, tenía una relación de amor-odio con los dos países y soñaba con ser nigeriana. Viendo mi seriedad, Ciru comprendió que le estaba contando algo que había guardado para mí mismo bastante tiempo, e insistió para que le hablase más sobre el tema. Le conté que había pasado buena parte de mi vida en Camerún, cuatro años en los Estados Unidos, tenía una relación de amor-odio también con ambos países y me hubiera gustado ser keniano. Hubo un breve silencio, durante el cual me fijé en los coches que pitaban desde la carretera. Había un anuncio de Johnnie Walker en uno de los rascacielos detrás de nosotros.
“Casi no hablo con mis padres,” dijo Ciru pasado un rato. “Nos peleamos porque yo decidí hacer periodismo, y mi padre quería que estudiase administración de empresas para que heredase su compañía. La última vez que hablé con él fue hace cinco años; me dijo que lo había decepcionado, que era un un caso perdido y que había defraudado el nombre de la familia. La única persona con la que hablo por teléfono es mi madre”.
“¿Dónde están tus padres?”, pregunté, dándome cuenta de que quería quitarse un peso hablando.
“Están en Bangalore. Mi padre vino a Kenia a mediados de los setenta, huyendo de la Emergencia cuando Indira Gandhi suspendió la constitución india. Empezó una nueva vida aquí y se casó. Después de tres décadas, más o menos, volvieron allí, hace unos años. He estado pensando en ir a India desde hace un tiempo, pero no sé cómo me enfrentaré a mi padre.”
Hubo un silencio extraño y el único ruido que se oía era el de nuestros pasos. Dije “Mi familia en Camerún piensa que todavía estoy en Estados Unidos. Estuve estudiando una carrera relacionada con las TIC, pero la verdad es que no fue bien y al cabo de unos años mi visado expiró y acabé siendo clandestino. La última vez que llamé a casa les conté que mi visado había expirado y que estaba tratando de sobrevivir sin él.”
Llegamos a su apartamente en Riverside sobre la medianoche y, después de una ducha juntos, me senté y observé detenidamente una estantería en la sala que siempre tenía un efecto imán en mí, mientras ella preparaba el té. La estantería estaba llena de discos, los tres eran álbumes de Cerrone, Musical Youth y Bony M. Elle me había contado una vez que la mayoría eran regalos de su anterior novio, que era disc jockey, y que este la había iniciado en el fabuloso universo del vinilo y le había enseñado a cuidarlos y apreciarlos. Incluso le había dicho que ella tenía potencial para DJ y había empezado a enseñarle en el backstage en eventos, en los gigs que tenía por algunos círculos de Nairobi desde la caída del día hasta el amanecer. Conversamos hasta la madrugada, mientras el equipo repetía la canción de Michael Jackson Baby Be Mine.
*
Después de unos días sin recibir una llamada de Ciru junto al KFC, empecé a preocuparme. Mi miedo empeoró cuando ella no descolgó el teléfono, así que decidí ir a su apartamento. Era una tarde de domingo y el cielo detrás de mí estaba rojo como nunca antes lo había visto, como si tuviera una herida. Sentí la carne de gallina por todo el cuerpo mientras abría con la llave de repuesto que ella me había dado. Una vez dentro, la encontré sollozando en la bañera. El vestido que llevaba estaba empapado y yo no sabía ya si era porque la bañera estaba mojada o por sus lágrimas. Corrí hacia ella y la saqué, temiendo lo pero. No parecía ella misma, repetía “baba, lo siento”, entre sollozos. Cogí una toalla que andaba por allí y la sequé, rodeándola con mis brazos hasta que paró de llorar. Le preparé una taza de té y pasada una hora le pregunté cuál era el problema.
“Mi padre se ha muerto,” dijo, y se quedó callada.
También me quedé callado un rato, y entonces le pregunté: “¿Cómo? ¿Qué ha pasado?”
“No sé.” Dijo, y añadió: “Me voy a India mañana.”
Nos quedamos en silencio. Ella había parado de llorar.
Ciru se fue a India al día siguiente y esa fue la última vez que la vi o supe de ella. Nunca me devolvió las llamadas.
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*Dzekashu MacViban es escritor, periodista y editor basado en Yaundé. En 2011, publicó una colección de poemas titulada “Scions of the Malcontent” y fundó la revista Bakwa Magazine, de la que es actualmente editor. Tras un año al servicio de Ann Arbor Review of Book, ha escrito para Goethe.de/kamerun, The Africa Report, IDG Connect y This is Africa, donde ha sido jefe de redacción. En 2016, fue escritor residente en la Ebedi International Writers Residency. Su obra de ficción ha sido publicada en Wasafiri , Kwani? y Jungle Jim. Fue segundo finalista del concursos Sonora Review ’s Flash Friday Caption Contest en 2012 y recibió Mención Especial en el premio Short Story Day Africa de 2016. Twitter: @Dmacviban
* Este relato fue originalmente publicado en el libro colectivo «Of Passion and Ink: New Voices from Cameroon« (2019), editado por Dzekashu MacViban. Encargadas o seleccionadas de entre los premios de relato corto de la revista camerunesa Bakwa Magazine, las historias publicadas en el libro proclaman nuevas voces en la ficción hecha en Camerún por jóvenes escritores en inglés y en francés. Of Passion and Ink trata de subvertir la imagen existente sobre el relato corto en Camerún, ofreciendo nuevas direcciones. Autores incluidos: Dipita Kwa, Bengono Essola Edouard, Monique Kwachou, Dzekashu MacViban, Howard M-B Maximus, Nkiacha Atemnkeng, A. Bouna Guazong, Rita Bakop, Momo Bertrand and Wise Nzikie Ngasa.
Traducción: Ángela Rodríguez Perea.